LAS SEÑAS DE AMÉRICA
Por Nélida Piñón
Desde que portugueses y españoles desembarcaron en América, la palabra escrita, férrea, hesitante y contradictoria, marcó su presencia en este continente. El espíritu benigno y ambiguo que rodea a la palabra creación, persiguió el voluptuoso corazón de los primeros conquistadores y le impuso el inevitable recurso de fabular la realidad, bajo el pretexto de documentarla. Colón, en su diario, atento al recorrido de la memoria y de la propia gloria, inaugura la práctica de captar, a través de una meticulosa escritura, los secretos dictámenes de una realidad inaugural. La proclamación de que América, envuelta en el más denso misterio, finalmente existía, se realiza por medio de sólidos enunciados escritos.
Esta escritura, sujeta a fantasías, equívocos y deslumbramientos, ostenta la visión de una América puesta en la mira de una Europa despojada de recursos para aceptar, con irrestricta complicidad, las múltiples máscaras de un continente lejano, prácticamente inexistente.
Sin embargo, bajo el primado de la palabra con su cortejo de metáforas, verdaderos disfraces de la realidad, estos españoles y portugueses lograron establecer la tradición de reforzar las excelencias y miserias del continente americano por medio de diarios, cartas, informes y narraciones.
Un legado que nacía de oportunistas y soñadores. Seres elegidos por la historia como los primeros en llegar y conquistar
América, una tierra ante sus ojos, movediza e informe. Allí parecía imperar una realidad que se deshacía en sus inexpertas manos. Y mientras narraban dicha aventura, a la cual se encontraban inexorablemente atado, llevaban hacia donde iban las inconfundibles marcas del miedo y la audacia.
Aquellos textos, surgidos en el seno de tantos embarazos, poseían el mérito de despertar la codicia ibérica. De atraer la atención de la Corte, distante y perezosa, hacia aquella realidad excedente, de complejo y penoso abordaje. El ejercicio de juntar palabras, insinuando con ellas una desvaída acuarela, les servía también para demostrar amorosa atracción por el verbo huidizo, inalcanzable.
Las palabras rodaban, como guijarros, por el lecho del profundo río americano. Mientras, esos ambiciosos escribas tropezaban ante una América que, en defensa de la cartografía de lo imaginario, borraba las líneas de los mapas elaborados con ingenuidad histórica.
Una América que se resistía a ser descrita por medio de una estética filtrada por la intransigencia. O por una óptica que examinaba el mundo en flagrante conflicto con la fiebre, el desvarío, las obsesiones, ahora establecidos en sus ávidos corazones.
Esos mismos cronistas, viajeros, guerreros, dueños de oscilantes sentimientos, querían por fuerza satisfacer aquella cotidianidad que sufría el descrédito europeo. Esclavos, sin lugar a duda, de una experiencia precursora en la historia del hombre, tenían urgencias por narrarla. Urgía forzar las puertas de los enigmas de América, allí, visibles a ojo desnudo. Un universo que adquiría un lenguaje revestido de velos, único capaz de poetizar lo inaprensible. Y se les imponía abrazar, con igual fervor, la mentira, la fantasía y las hipérboles, ingredientes que engordan el caldo de la invención narrativa.
La caligrafía tímida, hesitante, trazaba volutas en el papel, ganaba creciente habilidad narrativa. En obediencia a la regla de la invención, ellos exageraban los méritos de la riqueza, del paisaje, de sus propios hechos. Su objetivo era el de registrar la epopeya, que les pertenecía, y tener al rey como lector. Al fin y al cabo, de él dependía la aventura de aquella América.
Las Cartas de la Conquista de México (las Cartas de Relación), de Hernán Cortés, son ejemplos consistentes de este instigante embrión narrativo. Dirigidas a la reina Juana, desterrada por la locura en el castillo de Tordesillas, y al emperador
Carlos V, su hijo, entre 1519 y 1526, demuestran exhaustivamente la capacidad fabuladora de su autor, a partir de la convicción de que el había llegado a una tierra habitada por nuevos mitos y creencias, por otra dimensión de la riqueza.
Gracias a su espíritu precursor y ávido Cortés genera, a lo largo de estas cinco cartas, un lenguaje temerario, obstinado e insinuante. A través del mismo afloran indicios que, al falsear la realidad siempre a su favor, introducen en la narrativa el ardid de la ilusión. Como desenvuelto ficcionista, su empeño es el de cautivar a Carlos V, más preocupado por recuperar su amada Borgoña de Francisco I que de hecho en conservar América. En fin, se trata de incorporar aquel Habsburgo a una singular expedición, poblada de leyendas, de rudos héroes, extravagantes autóctonos, criaturas ajenas al emperador.
Para ello, Cortés hace desfilar intrigas, articulaciones políticas, malévolas insinuaciones, el gusto por la minucia al servicio de su astuta trama. Todo lo que incorpara al relato refuerza su posición. En esta esfera aparentemente realista hace resonar las palabras oportunas a fin de enredar a su majestad. A través de este discurso de seducción, hacia el cual confluyen la fantasía, la abnegación, las protestas de devoción a la causa de la Corona, Cortés instiga al rey a disfrutar, a su lado, de la intimidad de su ficción, como si fuera un narrador. Investido de la sombría adversidad que a veces emana del texto, adquiere el derecho de incorporar al emperador, incluso contra su voluntad a su universo extremadamente novelesco.
Su estrategia narrativa lo transforma en personaje autónomo, imparcial, que gravita equidistante de la voz del narrador. Sin embargo, acepta navegar por este mar tenebroso que constituye la epopeya de la conquista, volviéndose, por consiguiente, protagonista mayor de aquellas emocionantes peripecias, en nombre de una intransigente defensa de España. De esta forma disuelve la monotonía que generalmente se desprende de las cartas, género con una escasa urdimbre narrativa.
Otro recuerdo que igualmente revela el destino narrativo de este continente, desde la inauguración europea, nos lo ofrece Pero Vaz de Caminha, en 1500, en carta dirigida al rey Don Manuel, allá en Lisboa, tan pronto como los primeros portugueses llegaron a Brasil.
Compenetrado en su oficio de escriba, Pero Vaz de Caminha describe el paisaje con un matiz poético, pautando su relato por una meticulosa noción del tiempo. Ninguno de aquellos primeros días en Brasil presenta lagunas descriptivas. Para él, el tiempo disciplina las acciones humanas. Sin embargo, subyugado por el material de una memoria reciente, fresca, que todo lo recoge sin decantación, escribe con la intención de documentar, con rigurosa imparcialidad, en sí misma exótica y creativa.
Por cautela, desde el principio Caminha adopta un lenguaje ambiguo. Teme cometer errores que normalmente surgen de la confrontación de las palabras, de la exposición de ideas. No desea que lo acusen en el futuro de haberse excedido en la descripción de las nuevas tierras. O que sus perdularias fantasías no permitan que el rey juzgue, por sus propios méritos, la propiedad que pasaba a su poder. Le falta autoridad para gobernar el imaginario de su majestad. Así, sacrifica metáforas que seguramente el Nuevo Mundo le inspiraba, pero que, en general, comprometen al que osa concebirlas. Para un cortesano era más útil que se conservara invicto el sueño del rey.
Solicita que Don Manuel lo releve de su ignorancia. Apenas atracado en Brasil, se volvía embarazoso especular sobre aquella tierra. Todo lo induciría al error. Sin embargo, no quiere presentar ni como más feo ni más hermoso al Brasil, razón de su relato. Tampoco desea comprometer su cargo en la Corte. Despacio, deshaciendo los nudos de los acontecimientos, Pero Vaz se libera de su misión y del peso autoral que proviene del incómodo uso de la primera persona.
Escrita el día primero de mayo de 1500, esta carta es considerada el certificado de bautismo de Brasil. Por medio de este documento, y confiado en el prestigio frente a la Corte del buen manejo de la palabra escrita, Caminha le asegura al rey que los indios, a veces vistos en el litoral, a veces penetrando tierra adentro, tenían rostros inocentes, aunque las vergüenzas expuestas a la vista de todos.
Sin embargo, alegres y desprevenidos, no parecían entregarse a perniciosas idolatrías. Su índole indulgente indicaba la aceptación sin resistencia del cristianismo. La colonización de los indios y de la propia tierra abedecería así a un proceso natural.
Por toda esta vasta América se recogen señales de esta tenaz insistencia narrativa. La suerte de la escritura parece sellada por fuerza de designios emblemáticos, simbólicos, que van acentuando, a través de los siglos, los signos de identidad de este continente.
En Perú, Guamán Poma de Ayala se destaca por su conmovedora y lúgubre melancolía. La misma melancolía que, mucho más tarde, inquietará a José Arguedas y Juan Rulfo, integrantes de este linaje espiritual. Es él quien, afligido por liberarse del sentimiento de falencia que el yugo español le imponía a su pueblo, aprende a contornear esta agonía mediante la pasión que emana de la escritura, que utiliza como un poderoso mensaje de su alma.
Guamán se dedica a escribir Primera nueva crónica y buen gobierno para Felipe II, rey de España y del Mundo, con el ineludible presentimiento de responder, de esta forma, por el amargo destino del pueblo inca.
Durante treinta años, sin perder jamás la confianza en los efectos persuasivos de la palabra escrita, llena centenares de páginas. Es con esta sufrida palabra que habrá de convencer a Felipe II de la justicia de su pleito.
Mientras escribe, recorre cada rincón del territorio incaico. Visita a los ancianos, a fin de recoger los restos de una memoria arcaica y amplia, con los cuales pueda iluminar su texto y doloroso presente.
En cada amanecer, dedicado a la tarea de escribir, ciertas páginas le salían en medio del llanto. Las lágrimas mezcladas a la tinta del sueño frustrado. Una penuria de vida atenuada por la salmódica repetición de las leyendas incaicas, revestidas de elevado menor inventivo. En ellas había, imaginaba él, la misma carga de fabulación que, en el orden de la creación, contemplaba a lo impiadosos españoles allá en la Mancha, en Castilla, en Extremadura, donde ellos estuviesen.
En esa soledad construía las palabras con la argamasa de la esperanza. Su convincente argumentación haciéndole ver al rey que la autonomía que fuese concedida a los peruanos, cuya cultura les aseguraba condiciones para autogobernarse, convenía políticamente a España. Sus exigencias, a la luz de un largo espectro antropológico, si fueran atendidas, garantizarían el mantenimiento del imperio español en aquel continente.
Cada palabra del noble inca nacía bajo el signo de la libertad y del temor al futuro. Sufría en su corazón la certeza de que el rey, en la lejana España, habría de leerlo algún día. Mientras construía un dramático castillo de palabras destinadas a no llegar jamás a las manos de Felipe II y a ser igualmente olvidadas en América por más de trescientos años, el rey se recogía en su mazmorra. En el Escorial, este rey, supremo motor de las expectativas de Guamán, cumplía la trayectoria final de amante de un Dios severo, forjado por una taciturna conciencia. Sin llegar a saber que en alguna parte de aquellas tierras emergía un texto que, por su soberanía y poder narrativo, consolidaba en el continente el concepto de América.
Sin embargo, aquella América exigía urgentemente la presencia de la epopeya. Bernal Díaz del Castillo inaugura el género en el continente, aunque reduciendo su solemnidad. Al escribir la Verdadera historia de la conquista de la Nueva España,
Bernal parece transformarse en una Sherezade sobre quien pesaba una sentencia de muerte suspendida cada noche mediante el relato de una historia capaz de mantener al rey sometido a la fecunda narrativa. De esta forma, su verdugo se arriesgaba a morir si se interrumpiese el trozo cotidiano de la fábula, sin la cual ya no sabría vivir, debido a que la pasión de la escritura le había inoculado para siempre lo imaginario.
En todas partes, Díaz ausculta los ruidos disonantes y arcaicos. Intuye que la Historia rechaza visceralmente el vacío y el silencio, materias impenetrables e inhumanas. Trata, entonces, de llenar la morada de la narrativa, inyectándole versiones incómodas y laberínticas, nacidas de su arbitrio de narrador.
Cumple, atento, el derrotero de la implacable memoria que lo persigue de 1517 a 1568, cuando termina la Verdadera Historia. Para concretar esta creación, aun antes de empezar a narrar, Bernal desorganiza lo que había aprendido hasta entonces. Es menoscabando, pues, la propia memoria de naturaleza desmesurada que fuerza la imaginación a penetrar en el capullo de la invención. La instiga a marchar siempre en línea paralela al horizonte de una América que, con tanto para contar, prefiere resguardarse.
Para homologar la ficción de la historia que exigía el continente, recurre a una pródiga creación. Recorre las sendas que perpetúan dudas, ambigüedades, contradicciones: recluta la mentira y la verdad como aliadas incondicionales.
El sentimiento narrativo, que aflora desde inesperados rincones, es intenso. Para evitar que tanta riqueza se diluya, Bernal, testigo de la Conquista, suspende algunas escenas, aun al borde del desenlace de la narración. Con sabiduría, entonces, reparte hechos y emociones, los ajusta a un contexto pronto para intensificar las reglas dramáticas que tiene a la vista.
Tal intuición narrativa, que sabe congregar múltiples realidades, parece considerar la existencia de un lector que todavía no nació, previamente rendido a la prerrogativas de tal autor.
Desvinculado de los deberes documentales, Bernal se autoriza a mentir, sancionar, sustraer toda clase de licencias que da realidad a la historia. Sus personajes, a veces títeres, otras héroes o tiranos, poseen relevante dimensión humana. Todos padecen, incluso Bernal, las asperezas del nuevo suelo, escenario avasallador de su teatro. En la galería de sus personajes, se destaca Moctezuma. Incluso para el astuto Bernal, él es insondable. Para examinar su desmedido poder, Bernal renuncia al servil compromiso con la realidad. La realidad, frente a Moctezuma, no le ofrece recursos de comprensión. Pero al ejercer el arbitrio de narrador, lo describe de la manera que es capaz. En este esfuerzo, eleva el diapasón, se alterna entre lo doméstico y lo ingenuo. Evoca, al contrario, un Sancho Panza agitando una bandera sarcástica.
Vale la pena recordar el episodio de la cacería en que Cortés le proporciona a Moctezuma el placer de matar en profusión conejos y venados. Después del espectáculo, acompañando al emperador, Bennait trata de definir la esencia, casi abstracta, o alada, del inmenso poder que emana de aquel hombre. "Y como si se tratase de un aldeano calentándose junto al fuego de la cocina de su aldea española, él señala: Y si hubiese de contar las cosas y condición que él tenía, de gran señor, y el acato y servicio que todos los señores de la Nueva España y de otras provincias le hacían, es para nunca acabar, porque cosa ninguna que mandaba que le trajesen y aunque fuese volando, que luego no le era traído".
Se podrían precisar otros mil ejemplos en favor de la seguridad de cuanto el arte de escribir, sobreponiéndose al hecho estético, alcanzó en este continente un carácter de revelación.
Un acto que, por su configuración alegórica, incitaba a que la sociedad fabulase por completo la existencia, en el grado que fuera. Y también le permitía inventar la ficción, dotándola de sortilegios y recursos más allá de lo tangible, para no perder de vista la representación teatral de la propia realidad.
La literatura, en este continente, es una seña de identidad. Asume la forma de un pez que se garabatea en el suelo con el propósito de renunciar prontamente a la condición cristiana. En oposición a esta inquietante seña, se visita entonces el enigmático dominio de América. Se hace la lectura de sus densos misterios
Tomado de "Archipiélago", no. 3, sep-oct., 1995. Traducción Saúl Ibargoyen.
Programa Barsa Society - Informateca.
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