Los códigos clásicos de Alejo Carpentier
Luisa Campuzano
Uno de los aspectos más debatidos por la crítica carpenteriana es el relativo al destinatario implícito de sus novelas y relatos, y a la perspectiva desde la cual el mundo americano es representado en sus obras. Así, muchos de sus estudiosos consideran que no sólo destina sus textos a lectores del Viejo Mundo, sino que su escritura parte de una visión europea (Alegría: 36-69; Verdevoye: 329); y, entre otras razones, encuentran justificación a estos juicios en la constante inclusión de citas, alusiones y reminiscencias literarias, artísticas, filosóficas e históricas europeas en sus páginas, mientras que la presencia de obras latinoamericanas es mucho menor (Giovannini: 164).
Hace pocos años Mary Louise Pratt, en un excelente libro sobre viajeros, tras estudiar los textos de Alejandro de Humboldt, en un Postscriptum dedicado exclusivamente a ello, nos propone una lectura de Los pasos perdidos como novela de viaje autobiográfica en la que el autor asume la visión de América codificada por los Cuadros de la naturaleza del alemán, y de paso nos ofrece un resumen actualizado de la cuestión carpenteriana, donde se deslindan, desde la perspectiva parcial de la autora, los principales criterios contrapuestos:
[...] Carpentier se considera a sí mismo como un sujeto transcultural euroamericano, una encrucijada criolla que refleja imágenes hacia ambas márgenes del Atlántico con espontaneidad vertiginosa. Para algunos, esta subjetividad transcultural encarna una herencia colonial de autoalienación; para otros, constituye la esencia de la cultura en las Américas. Elegir un lado u otro de esta dicotomía determina lecturas muy diferentes [...] (Pratt: 196, mi traducción
Conocer técnicas ejemplares para tratar de adquirir una habilidad paralela, y movilizar nuestras energías en traducir América con la mayor intensidad posible: tal habrá de ser siempre nuestro credo [...] mientras no dispongamos en América de una tradición de oficio. (Carpentier: 1981, 57).
¡Nosotro lo latino!, afirmaba un negro cubano desde la tribuna de un meeting político, sin pensar hasta qué punto podía estar acertada la idea implícita en este arbitrario concepto de latinidad. (Carpentier, 1991, 56).
No sólo pueden servir de ilustración a esos modelos contrapuestos de autorrepresentación cuya síntesis acabamos de reportar, sino que permiten considerar que desde fecha muy temprana su autor tenía conciencia de moverse en el estrecho y peligroso filo de esta dicotomía, lo que en buena medida motivará sus búsquedas expresivas y su obsesiva tematización de las relaciones entre Europa y América.
Pero, además, el substrato de esa aludida actitud dicotómica y de sus distintas formas de expresión son muy antiguos. Hecha carne y letra, desde los primeros años de la Conquista, en la obra del Inca Garcilaso de la Vega (1539-1616), y asumida lingüísticamente en la mezcla de castellano, náhuatl y voces africanas en villancicos y alguna pieza de teatro de Sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695), se transmutada en el siglo XIX en proyectos políticos antagónicos, como el que sustentara Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888), que mediante el ideologema "civilización y barbarie" establecía una diferencia jerárquica entre Europa y la América Hispana -legitimadora de su programa de extinción de los "bárbaros" indígenas o mestizos argentinos y su sustitución por "civilizados" inmigrantes europeos-; o aquel con que le respondiera José Martí (1853-1895) en Nuestra América, donde tras afirmar: "No hay batalla entre la civilización y la barbarie", proponía una fórmula que privilegiara lo americano sin subestimar lo europeo: "injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas" (Martí: II, 482, 483). En el siglo XX esta paradójica ubicación intermedia del latinoamericano producirá importantes desarrollos en la reflexión cultural y la crítica literaria; y ya no sólo en el ámbito hispano del Continente.
Tanto en el "arielismo" de Rodó (1900), la "raza cósmica" de Vasconcelos (1925), la "antropofagia" brasileña (1928), y lo "real-maravilloso" (1949) o el "barroco americano" (1964, 1975) de Carpentier -para emplear unos pocos ejemplos-; como en teorías como la de la transculturación, de Fernando Ortiz (1940) -emitida desde la antropología, relacionada con el espacio afrocubano, y después adaptada a la literatura por Angel Rama (1982)-, la de la heterogeneidad cultural, de Antonio Cornejo Polar (1977-1994) y la de las literaturas alternativas, de Martin Lienhard (1989) -ambas construidas a partir de la alteridad indígena-, la de las culturas híbridas, de Néstor García Canclini (1990) -que abre espacio a las nuevas condiciones impuestas por la globación-, y, por último, la propuesta por los estudios poscoloniales, adoptados más recientemente en el Caribe anglófono y francófono, se evidencia a lo largo de este siglo la variedad de paradigmas con que las distintas literaturas y culturas del Continente se piensan y se definen a sí mismas, siempre en búsqueda de lo que pueda explicar y legitimar una otredad que varía mucho aun dentro de un propio país.
Es, pues, en este doble contexto: el relativo al presunto europeísmo carpenteriano, y a las distintas reflexiones y elaboraciones teóricas latinoamericanas en torno a la identidad cultural del Continente, que pretendo recorrer en hábito de "lectora impura" -ese confortable albornoz crítico sacado del clóset por Boitani (vii-viii)- y como "intérprete de interpretaciones" -ese modesto estatuto operacional recordado por Steiner (1)-, cinco novelas de Carpentier: Los pasos perdidos, El acoso, El siglo de las luces, El recurso del método y Concierto barroco, con la intención de anotar a título de inventario los intertextos clásicos y las referencias a autores, artistas, obras de arte, hechos históricos, héroes, dioses y mitos de la Antigüedad grecolatina que en ellas se encuentran, con el fin de documentar cómo se produce un evidente desplazamiento desde la que parece haber sido su asunción más plena de los códigos clásicos, hasta su desacralización a través de la crítica demoledora de las manipulaciones de que fue objeto, precisamente en Europa, el más elevado, marmóreo y canónico símbolo de la cultura del Viejo Continente.
Creo que con ello, a más de ponderar en qué medida el código clásico o algunos de sus registros contribuyeron a la "traducción" carpenteriana de América, qué grado de dependencia de una perspectiva europea ellos testimonian y hasta qué punto su empleo muestra la existencia de un inocente destinatario exclusivamente europeo, también hago un modesto aporte al estudio de lo que José Lezama Lima llamara, en 1941, el "misterio del eco" y "las invisibles lluvias y cristales" que tamizan la recepción de la cultura metropolitana y propician su transmutación en americana, es decir, de ese complejo y traumático proceso de acercamientos y rechazos que constituye la construcción de una voz propia en la América Latina; porque como dijera el autor de Paradiso, "Una cultura asimilada o desasimilada por otra no es una comodidad, nadie la ha regalado, sino un hecho doloroso, igualmente creador, creado" (184).
I
Publicada en 1953, tras un largo y complejo proceso de creación y recreación -fue escrita tres veces a partir de un proyecto interrumpido: La Gran Sabana, un libro de viajes por la selva venezolana (González Echevarría: 203-204, 208)-, Los pasos perdidos es una novela poblada de voces provenientes de todas las culturas -la Biblia, el Popol Vuh, los Libros de Chilam Balam, el Siglo de Oro español, cronistas, viajeros- pero que se organiza a través de tres grandes mitos clásicos. En primer lugar, el mito de Ulises, que configura el largo y azaroso viaje del protagonista-narrador hacia su infancia y, después, hacia el posible rescate de su ser alienado; viaje que avanza en el espacio mientras retrocede en el tiempo, desplazándose desde la modernidad hasta el "Cuarto Día de la Creación" (Carpentier: 1985, 247), y constituyendo el eje diacrónico del texto. Mas este mito también se "corporiza" en otros personajes -como Rosario, asimilada primero a Nausicaa (194) y de quien se dice al final que no es una Penélope (328)-; y muy particularmente en Yannes -a veces Ulises (251), otras, Eumeo (215)-, un minero griego que recorre la selva con un ejemplar bilingüe de la Odisea, proyectando en acciones y ademanes episodios y caracteres del poema, que en múltiples ocasiones es recitado por él, o citado y aludido por el protagonista. Mezclando costumbres y estilos del Mediterráneo con las adquiridas en su nuevo ámbito, Yannes y sus hermanos llegan a ilustrar, con su vida transculturada, todo un sincretismo inherente a la condición americana que el narrador se encarga de subrayar (200) y que Carpentier teorizará más adelante (1984).
En segundo lugar, encontramos el mito de Sísifo, aludido en momentos cruciales de la trama por el narrador (73, 99, 330), y que, al subrayar la monotonía de una vida vacía y la imposibilidad de todo intento por liberarse de ella, conforma el eje sincrónico del texto, conjuntamente y en contrapunto con el tercer mito, el de Prometeo, que expresa el llamado a una lucha y a una liberación que acaban por resultar inalcanzables.
Pero mientras que el mito de Ulises proviene directamente del texto homérico -ostensiblemente presente en la novela y también fuera de ella, en sus referentes externos, como veremos más adelante-, los de Prometeo y Sísifo, expresión de la tensión independencia/dependencia, dilema del hombre moderno, que arranca con toda ilusión en el Romanticismo para arrojarse a las simas de la angustia en el Existencialismo, se articulan a través de sus interpretaciones por Shelley y por Camus.
En el caso del Shelley, esta hipotextualidad es marcada, y se explicita no sólo en el epígrafe que antecede al segundo capítulo (103), sino que se tematiza por el protagonista, quien para ganarse la vida, había abandonado su condición de compositor en el momento en que preparaba una obra basada en el Prometheus Unbound del poeta inglés (77, 83), conflictiva situación sobre la que vuelve en distintas circunstancias, y que no sólo le hace citar con frecuencia la pieza dramática, sino que lo conduce a intentar retomarla cuando ha decidido recuperar su libertad al final del largo viaje. Pero se verá obligado a abandonarla nuevamente, por no tener el texto en esa aldea recién fundada en el rincón más alejado del mundo (276-277).
De El mito de Sísifo, publicado por Camus en 1942, no hay ninguna cita, ninguna alusión, pero es imposible pensar que en una novela que ostenta múltipes y variadísimas referencias al Existencialismo (González Echevarría: 207), la mera presencia de este nombre no remitiera a ese ensayo. Y esto se hace aún más evidente si compartimos la lectura propuesta por Brunel para el Sísifo de Camus como "una posible figura del artista" (846), y se acrecienta si comparamos el Prometheus Unbound de Shelley, con el "Prométhée aux Enfers" (1946) de Camus, pues mientras que aquél "expresa una confianza optimista en la trinidad romántica: perfectibilidad del hombre, ciencia y razón", y su héroe "confía en una humanidad capaz de abrirse camino por sí misma hacia el bien y la justicia" (ibid. 792), éste, situado "en el centro del dilema de la civilización moderna" (ibid.), está obligado a subordinar el arte a las técnicas, que es lo que le sucede al protagonista de Los pasos perdidos, que debe regresar a la gran ciudad en búsqueda de los medios técnicos necesarios, imprescindibles para realizar su obra. Nuevo Orfeo, perderá el Edén recuperado al volver la vista atrás (Morell: 106).
Mas en una "Nota" añadida a manera de epílogo a su libro, en la que el autor identifica las locaciones de la novela y dice que los personajes secundarios apenas son "los [...] que encuentra todo viajero en el gran teatro de la selva", se expone algo del mayor interés en lo que no creo que haya reparado la crítica:
En cuanto a Yannes -dice-, el minero griego que viajaba con el tomo de La Odisea por todo haber, baste decir que el autor no ha modificado su nombre, siquiera. Le faltó apuntar, solamente, que junto a La Odisea, admiraba sobre todas las cosas La Anábasis de Jenofonte. (332)
Y esta aviesa referencia a la más famosa de las retiradas, en la última línea de la última página de este libro hecho de libros más que cualquier otro libro, nos indica que el fracaso de su protagonista ya estaba "escrito" no en el mito, sino en la historia.
En El acoso, novela contemporánea de Los pasos..., publicada en 1956, el tour de force de su estructura musical -una sonata- y del encuadre de su tiempo narrado dentro del tiempo de ejecución de la sinfonía Heroica, tan obsesivamente exhibidos por Carpentier en sucesivos epitextos, no impiden percibir todo el pathos composicional de la tragedia, la intensa confrontación del protagonista con su destino, sino que, por lo contrario, lo enfatizan.
El horaciano leit-motiv de la novela: hoc erat in votis, señala tanto hacia el ámbito universitario, uno de los escenarios del drama -puesto que un edificio de la Universidad de La Habana ostenta esta inscripción-, como hacia la ananké trágica del joven revolucionario convertido en traidor.
La Electra que se representa -drama dentro del drama- por el teatro universitario, junto a cuya escena pasa en su huida el protagonista, subraya esta atmósfera de tragedia:
Bramaron los altavoces en alterado diapasón de Atridas, y bramó el Coro una estrofa que detuvo al fugitivo a la orilla de una cuesta yerma, erizada de espinos: Las imprecaciones se cumplen; vivos están los muertos acostados bajo tierra; las víctimas de ayer toman en represalia la sangre de sus asesinos... (Carpentier, 1969, 76)
II
A partir de El siglo de las luces, publicada en 1962, hay cambios muy notables en la utilización que da Carpentier al mundo clásico, aunque éste sigue desempeñando funciones muy relevantes y complejas que en esta novela serán múltiples y obligarán a un análisis más detenido. Así pues, antes de ocuparnos de la presencia y el sentido de la Antigüedad clásica en El siglo... es necesario apuntar algunos de sus rasgos más notables, a los que he destinado más espacio en otra ocasión (Campuzano) y que ahora sólo voy a esbozar.
Para comenzar, debe recordarse que ésta es la primera novela hispanoamericana en la que se realiza una lectura de la historia europea desde una perspectiva latinoamericana al tiempo que se redimensiona, universalizándola, la historia de América y, en particular, la del Caribe.
Segundo, que esta "lectura desde otra perspectiva" equivale a la "mirada desde abajo" o la "lectura al revés" o, siguiendo la metáfora propuesta por Walter Benjamin en sus "Tesis sobre la Filosofía de la Historia", al "cepillado a contrapelo" adoptado por los estudios poscoloniales. En el campo de la Historia, núcleo original de estos estudios que hoy se extienden a otros dominios, el objeto privilegiado de estas lecturas al revés lo constituyen las fuentes coloniales a partir de las cuales debe rescribirse la historia de los pueblos colonizados (Ashcroft: passim). No creo haber sido demasiado osada al haber dicho que Carpentier practicó en El siglo... una especie de "lectura desde abajo" avant la lettre, y que a través de ella reinsertó en la Historia, por el camino de la ficción, a los que consideró sus verdaderos protagonistas: las gentes sin historia.
Y por último, que la más importante consecuencia de esta lectura al revés del desarrollo de la Revolución Francesa en el ámbito americano es la desconstrucción, la descalificación de la idea de que la historia latinoamericana es dependiente de la europea. Y esto lo hace Carpentier mediante la reincorporación estratégica del concepto de cimarronada (Chevigny: 181). Así, el suizo Sieger, personaje que en ocasiones sirve de vocero al yo-carpenteriano, les dice a los franceses: "Todo lo que hizo la Revolución Francesa en América fue legalizar una Gran Cimarronada que no cesa desde el siglo XVI. Los negros no los esperaron a ustedes para proclamarse libres un número incalculable de veces". (Carpentier, 1963, 276)
De acuerdo con todo lo anterior no es de extrañar que en El siglo de las luces los referentes clásicos contribuyan a la presentación de la paradójica acción de la Revolución Francesa en América, por una parte, subrayando las camaleónicas mudanzas de su personaje histórico protagónico: Victor Hugues, antiguo panadero de Marsella, primero convertido en prometedor comerciante de Port-au-Prince y, sucesivamente devenido en representante en el Caribe de la Convención, el Directorio, el Consulado y el Imperio; y, por otra parte, develando -mediante la exhibición de su índole caricaturesca, carnavalizada- el carácter de farsa que asume en la retórica revolucionaria la apropiación de los grandes personajes antiguos, en especial de la república romana, de los tiranicidas, de los grandes oradores.
Es posible ilustrar, con algunos de los muchos ejemplos que ofrece la novela, el papel que desempeña la Antigüedad en la emblemática revolucionaria. Aún en París, dice Martínez Ballesteros a Esteban: "Hoy cualquier mequetrefe se cree hecho de la madera de los Gracos, Catón o Bruto" (133). El narrador, en la nave en que viajan los protagonistas hacia las Antillas, acota: "Discutían los jefes y comisarios, en gran tremolina de sables, galones, bandas y escarapelas, largando tantas palabras gruesas como podía decirlas un francés del Año II, después de haber invocado a Temístocles y Leónidas" (156). Esteban, por su parte, testimonia acerca de las modificaciones y de la popularidad que adquieren las tragedias de tema clásico: "en el remozado Británico de la Comedia Francesa, Agripina era calificada de <<ciudadana>>" (147); y en los textos que debía traducir en Bayona, descubre la impostura de este constante recurrir al mundo antiguo: "[...] la prosa amazacotada de quien invocaba continuamente las sombras de los Tarquinos, de Catón y de Catilina, le parecía algo tan pasado de moda, tan falso, tan fuera de actualidad" (189-190).
En lo que respecta a las máscaras clásicas que con tanto placer asume Víctor Hugues, es bueno recordar que cuando aún los jóvenes protagonistas, que acababan de verlo por primera vez, no sabían pronunciar su nombre, ya conocían claramente sus disfraces. Dice el narrador, contando las incidencias de esta primera visita de Víctor: "Monsiur Jiug, evidentemente afecto a la Antigüedad, hizo de Mucio Scévola, de Cayo Graco, de Demóstenes -un Demóstenes prestamente identificado cuando se le vio salir al patio en busca de piedrecitas" (45).
La parábola vital de Víctor, su carrera "dramática", sus juegos de disfraces, terminan, en lo que a la novela se refiere, con el episodio de la peste, de tan compleja urdimbre alusiva, de una intertextualidad y una interdiscursividad tan variadas, que quisiera detenerme brevísimamente en él, aunque sólo sea como ejemplo, para enumerar lo que allí confluye, desde Los novios, de Manzoni, y parte de su tradición, las fábulas de La Fontaine, el Corán, la Biblia, himnarios medievales, hasta, por supuesto, las crónicas, relatos, cartas de la Campaña de Egipto y, por encima y por detrás, como telón y en todas partes, el gran lienzo de Gros: "Bonaparte visitando a los apestados de Jaffa", en cuyo colorido, en cuya teatralidad, me parece ver inscrito a Victor Hugues. Y este "personaje" lo es aquí, en este pasaje, más que en cualquier otra parte de la novela. El mismo lo sabe:
En menos de diez años -dice-, creyendo maniobrar mi destino, fui llevado por los demás, por esos que siempre nos hacen y nos deshacen, aunque no los conozcamos siquiera, a mostrarme en tantos escenarios que ya no sé cuál me corresponde. (398)
Sofía, al verlo salir de donde el médico acababa de curar sus ojos con lascas de carne de ternera, fresca y sangrante, le dice cuál es el personaje que verdaderamente ha representado, al traicionar los ideales de la Revolución, de sus primeros jefes, de Robespierre: "Pareces un parricida de tragedia antigua" (399), un Edipo, pues, al que ella ya no va a guiar.
Mas ese severo tratamiento de las referencias clásicas del que apenas acabamos de ver unos pocos ejemplos, se pone muy de relieve cuando analizamos el empleo de otras referencias clásicas en esta misma novela, pero en contextos ajenos al propiamente revolucionario.
Así, en los recuerdos de lo que decía el padre muerto, o en los proyectos de viajes o lecturas de los jóvenes, antes de la llegada de Víctor, las alusiones a temas y autores grecolatinos no implican ningún tipo de connotación, son mera referencia histórica, parte del moblaje de la época. Cuando Esteban logra desligarse de la decepcionante farsa revolucionaria montada por Víctor y sale de Pointe-à-Pitre, también el mundo clásico adquiere otro sentido, sus viejas resonancias de aventuras y de libertad: "Ahora -acota el narrador- se iba hacia el mar, y más allá del mar, hacia el Océano inmenso de las odiseas y anábasis" (208). Cuando llegado a Paramaribo comenta los amores de los grandes señores del lugar con sus esclavas, dice: "Grato papel era para el amo actuar de Toro y de Cisne y de Lluvia de Oro" (287), con lo que el mito clásico recupera su riqueza fantasiosa, regresa a su linaje, vuelve a ser patrimonio de todos, como piensa Sofía al meditar, acodada en la borda del Arrow, en torno al libro de mapas celestes que había quedado en su biblioteca de La Habana:
Por el nombre de las constelaciones remontábase el hombre al lenguaje de sus primeros mitos, permaneciéndole tan fiel que cuando aparecieron las gentes de Cristo, no hallaron cabida en un cielo totalmente habitado por gentes paganas. Las estrellas habían sido dadas a Andrómeda y Perseo, a Hércules y Casiopea. Había títulos de propiedad suscritos a tenor de abolengo, que eran intransferibles a simples pescadores del Lago Tiberiades. (358)
Pero no sólo estarán presentes los autores antiguos en las ocasiones de felicidad, de plenitud. En momentos de angustiosa rememoración, de penoso recuento, vienen también a la memoria, trayendo el sosiego de los dolores remotos. Así Esteban, el día de su regreso a La Habana, "comprendiendo que Ulises no se libraría, esa noche, de la obligación de narrar su Odisea, dijo [...] a Sofía: <<Tráeme una botella del vino más corriente, y pon a refrescar otra para luego, porque el relato será largo>>" (309). En estas palabras, que son una paráfrasis de los primeros versos del libro II de la Eneida, que son una paráfrasis de otros versos de la rapsodia VII de la Odisea, que son un remedo de sabrá usted qué otros cantos de viejos aedas, hay todo un poderoso homenaje a una tradición solemne y al mismo tiempo viva.
Y como de una tradición viva se trata, el mundo antiguo comienza a andar también por otros vericuetos que para nosotros resultan del mayor interés. Cuando Ogé, médico haitiano doctorado en París, pero practicante de una medicina alternativa, es traído por Víctor Hugues para que ponga fin al memorable ataque de asma de Esteban, inicia de inmediato la búsqueda del origen de la crisis y pregunta qué hay detrás de la habitación en que se encuentra el enfermo:
Carlos recordó que ahí existía un angosto traspatio, muy húmedo, lleno de muebles rotos y trastos inservibles, pasillo descubierto, separado de la calle por una estrecha verja cubierta de enredaderas, por el que nadie pasaba desde hacía muchos años. El médico insistió en ser llevado allá. Después de dar un rodeo por el cuarto de Remigio, que estaba fuera en busca de alguna pócima, abrieron una puerta chirriante, pintada de azul. Lo que pudo verse entonces fue muy sorprendente: sobre dos largos canteros paralelos crecían perejiles y retamas, ortiguillas, sensitivas y hierbas de traza silvestre, en torno a varias matas de reseda, esplendorosamente florecidas. Como expuesto en altar, un busto de Sócrates, que Sofía recordaba haber visto alguna vez en el despacho de su padre, cuando niña, estaba colocado en un nicho, rodeado de extrañas ofrendas, semejantes a las que ciertas gentes hechiceras usaban en sus ensalmos: jícaras llenas de granos de maíz, piedras de azufre, caracoles, limaduras de hierro. (54)
De inmediato se procede a la destrucción de todas esa plantas que hacían daño a Esteban, y cuando llega el sirviente, enfurecido por lo que ha pasado, descubrimos que también por este camino se ha producido un raro, un extraño sincretismo: Remigio, el esclavo negro, había identificado a Sócrates con Oggún, el orisha de los bosques y del saber, y como tal lo honraba (55).
Llegados aquí, podemos concluir parcialmente que si en Los pasos perdidos la presencia del ángel de las maracas (179, 183), imagen que encuentra el protagonista en una iglesia de empaque medieval situada en los prodromos de la selva, al ser una transgresión del modelo de concierto de ángeles tradicional, con todos sus instrumentos europeos, puede ser leída como muestra de lo real-maravilloso americano -la poética que Carpentier formulara a fines de los cuarenta-, como una evidencia de la yuxtaposición, simultaneidad y coexistencia de culturas, tiempos y espacios distintos en la América Latina; en la identificación de Sócrates con Oggún que acabamos de ver, me parece asistir a una ilustración del concepto de transculturación tal como lo concibiera Fernando Ortiz, amigo y maestro de Carpentier. Por otra parte, podría añadirse que lo que en el primer caso se presenta como una formulación o una interpretación mecánica -hemos hablado de yuxtaposición, coexistencia, simultaneidad- de las relaciones de Europa y América, en el segundo se presenta como una formulación dinámica y mutuamente fecundante de las relaciones de ambos continentes. Y, por último, en lo que concierne específicamente a nuestro análisis, puede leerse este pasaje como una especie de contradiscurso etnocultural en relación con la utilización dada al código clásico por el discurso político de la Revolución Francesa, que posteriormente se expandirá en toda la novela de acuerdo con la lectura que propusimos al principio: la recuperación estratégica del concepto de cimarronada.
III
Arribamos, por último, a un tercer momento de la relación de Carpentier con el mundo clásico: el de las desacralizadoras lecturas que hacen algunos de sus personajes de los textos literarios que a partir de temas, héroes o motivos de la cultura grecolatina, escribieron autores europeos de distintas épocas y linajes. Se trata de dos ejemplos empleados por el novelista con similares objetivos pero procedimientos bien distintos: uno de El recurso del método y otro de Concierto barroco, textos con los que se abre un nuevo ciclo en su narrativa, en que el humor alcanza una singular dimensión y la textura literaria, siempre densa, ostenta un dialogismo más evidente, en muchos casos marcadamente polémico o irónicamente paródico.
En El recurso... (1974), el personaje protagónico, un déspota ilustrado, gusta de presumir de su cultura, pero los europeos no le perdonan su rastacuerismo, por lo que decide vengarse de ellos golpeándolos donde más les duele: en sus glorias y en su conocimiento; y así, el día de la inauguración del Capitolio Nacional, lee ante todo el cuerpo diplomático largos pasajes de la Plegaria sobre la Acrópolis, de Ernest Renan, como si se tratara de un discurso propio. Ante el pompierismo desaforado del texto, embajadores, ministros, consejeros, secretarios y cónsules difícilmente pueden reprimir la risa, y éste es el momento que espera el orador para informarles que lo que ha leído no se debía a su pluma, sino a la de Renan (Carpentier: 1974 a, 171-173).
En Concierto barroco (1974), noveleta contemporánea y en cierta medida complementaria de El recurso del método, son muy frecuentes sus referencias y críticas a la utilización dada por la música y la literatura europeas a la cultura de la Antigüedad. Pero en el ejemplo en que vamos a detenernos, la burla apunta a un autor muchísimo más importante que Renan, y se destina fundamentalmente a poner de relieve el tratamiento dado por Vivaldi al tema de la Conquista de México y, en segundo lugar, a reforzar la confrontación entre Europa y la América Latina que en el campo de los temas artísticos y literarios se ha venido desarrollando a lo largo del sexto capítulo.
Con un gracioso juego de espejos el Preste Antonio censura en Shakespeare lo mismo que es incapaz de ver en su ópera Montezuma. Leamos la sinopsis de Titus Andronicus que ofrece el monje pelirrojo:
La hija de un general romano a quien arrancan la lengua y cortan las dos manos después de violarla, acabando todo con un banquete donde el padre ofendido, manco a seguidas de un hachazo dado por el amante de su mujer, disfrazado de cocinero, hace comer a una Reina de Godos un pastel relleno con la carne de sus dos hijos
-sangrados poco antes, como cochinos en vísperas de boda aldeana... (Carpentier: 1974 b, 52).
La recepción, también aquí, resulta de gran interés:
"¡Qué asco!" -exclamó el sajón [Haendel]-. "Y lo peor es que en el pastel se había usado la carne de las caras -narices, orejas y garganta- como recomiendan los tratados de artes cisorias que se haga con las piezas de fina venatería..." [dijo Vivaldi] -"¿Y eso comió una Reina de Godos?" -preguntó [el negro] Filomeno, intencionado- "Como me estoy comiendo esta ensaimada" -dijo [el preste] Antonio, mordiendo la que acababa de sacar -una más- de la cesta de las monjitas. -"¡Y hay quien dice que ésas son costumbres de negros!" -pen[só] el negro [...] (ibid.).
Como decíamos al comienzo de esta sección, si bien son similares los objetivos de esos dos largos pasajes de El recurso del método y de Concierto barroco, los procedimientos empleados, aunque parecidos en un aspecto sumamente importante: el gran espacio que se concede en ambos a la recepción de los "textos", del material literario reportado, sin embargo difieren mucho en los modos de presentación de este material.
En el primer caso, en El recurso..., lo que encontramos es una larga cita textual sui generis, pues no se presenta como tal ni aparece marcada -entrecomillada o en cursiva-, y se utiliza para jugar aviesamente con el horizonte de expectativas de los receptores, lo que se explica dada la gran carga irónica con que el autor debe suplir la imposibilidad de identificarse con su personaje protagónico, el dictador ilustrado, quien, sin embargo, en muchas ocasiones fragua y vehicula la burla y la crítica carpenterianas. En Concierto barroco se trata de una síntesis que sobredimensiona aspectos del significado de una obra y pasa por alto todo lo relativo al significante, pues lo que se pretende es desconstruir el ideologema de civilización y barbarie mediante la confrontación de las reacciones del compositor veneciano y el negro cubano.
Pero lo que más importa es descubrir la estructura profunda, la matriz de estas ideas que para mí se relacionan con dos aspectos, uno sincrónico y otro diacrónico, que atrajeron mucho a Carpentier y estuvieron presentes en distintos registros de su quehacer ensayístico. Por una parte, la especial situación del intelectual latinoamericano en relación con el europeo, la que se expresa simplemente en el hecho de que mientras éste piensa que sólo debe o tiene que conocer su cultura, aquél está obligado a conocer la propia y la europea. Y, por otra parte, y para eso le es muy importante el papel que como punto de referencia y como centro adquiere en sus textos el mundo clásico, el carácter periférico que en su momento y en relación con aquél también tuvieron las naciones europeas que posteriormente se constituyeron a su vez en puntos de referencia y en centros para la nueva periferia que es la América Latina.
Desconstruir esta concepción de falsa dependencia, esta relación presuntamente estática de centro y periferia, y rescatar la naturaleza transcultural y heterogénea del arte, la literatura y el pensamiento de las nuevas configuraciones socioculturales que son los pueblos emergentes de la Conquista y la Colonización de América (Ribeiro: 1992), fue uno de los objetivos de la narrativa y también de la ensayística de Alejo Carpentier, expresado con gran humor y, por supuesto, con mucha ironía por su Primer Magistrado de El recurso del método, el cual, enfrentado coyunturalmente al racismo pangermánico de comienzos de siglo, descubre que en la latinidad puede encontrar su divisa:
Al fin y al cabo, "latinidad" no significa pureza de raza ni limpieza de sangre -como solía decirse en desusados términos de Santo Oficio. Todas las razas del mundo antiguo se habían malaxado en la prodigiosa cuenca mediterránea, madre de nuestra cultura. Tremenda cama redonda había sido aquella, de romano con egipcia, de troyano con cartaginesa, de helena famosa con gente de color quebrado. Varias tetas había tenido la Loba de Rómulo y Remo [...] para cuanto cholo o zamba se colgara de ellas. Decir Latinidad era decir mestizaje, y todos éramos mestizos en la América Latina; todos teníamos de negros o de indios, de fenicios o de moros, de gaditanos o de celtíberos [...] ¡Mestizos éramos y a mucha honra! (126)
IV
Una buena conclusión, bastante carpenteriana, sería marcar aquí un da capo, y empezar de nuevo. Porque todo lo que se ha dicho y se ha hecho, podría volverse a decir y a hacer con otros textos: con "Semejante a la noche" y El reino de este mundo; con "Los advertidos", con El arpa y la sombra y La consagración de la primavera... En la Ilíada, que sirve de tema, lema y título a "Semejante a la noche", relato donde se juntan soldados de Grecia, de España, de Francia, de los Estados Unidos; en la recepción por parte de los esclavos haitianos de El reino de este mundo de la Fedra de Mlle. Floridor, que es la de Racine, que es la de Séneca, que fue la de Eurípides; en Deucalión y sus hermanos indios, judíos, chinos, egipcios del diluvio universal en "Los advertidos"; en la Medea del trágico latino que anuncia nuestras nuevas tierras en El arpa y la sombra; en los himnos de Prudencio de La consagración de la primavera; en muchas páginas tan memorables como las que hemos glosado, está la grande, la profunda, la bien vivida cultura clásica de Alejo Carpentier, sabio "traductor" de América.
Pero también en estos textos, como en los que revisamos antes, se expresa una concepción mucho más ecuménica de la cultura, que trasciende la unicidad, el monologismo de un canon eurocentrista y excluyente, y la concibe como botín y patrimonio universales.
Por eso tienen en parte razón quienes afirman que en la obra de Carpentier hay más referencias al resto del mundo que a la América Latina, vasta fracción de todo un Continente, en la que, casi sin excepción, se han volcado todos los pueblos del planeta.
Por eso también en gran medida los destinatarios implícitos de Carpentier son europeos a los que, sin embargo, no se dirige para halagarlos ni complacerlos, sino para interpelarlos, para recordarles su responsabilidad en relación con el Nuevo Mundo, hechura -o malhechura- del Viejo, y para subrayar la arrogante ignorancia de quienes, como algunos grandes nombres entre los estudiosos de la tradición clásica, no recogen en sus eruditos, pero muengos trabajos, la espléndida cosecha de la que sigue siendo para muchos nuestra Terra Incognita.
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