Realidad social, dimensión histórica y método artístico en Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos
A. Dessau
I
Los años veinte tienen una importancia particular en el proceso espiritual y cultural de los pueblos latinoamericanos. La reacción contra la penetración imperialista y sus múltiples consecuencias sociales, el surgimiento de movimientos nacionales, democráticos y populares y la repercusión de los grandes acontecimientos internacionales como la Primera Guerra Mundial y la Revolución Socialista de Octubre condicionaron así un cambio profundo con respecto al proceso histórico y las corrientes espirituales y culturales anteriores como el despertar de amplios sectores sociales.
Por consiguiente, los destinos nacionales resultaron uno de los problemas ideológicos centrales, y el pueblo que para muchos escritores había sido hasta entonces una masa amorfa y anónima o una mera figura retórica, comenzó a articular sus intereses y aspiraciones y se convirtió paulatinamente así en el destinatario más o menos conscientemente avisado como en el protagonista de una larga serie de obras literarias. «Expresar lo nuestro» era el gran tema del quehacer literario, y no tanto con la pretensión de describir realidades más o menos superficiales, sino mucho más con la de definir la identidad y las perspectivas del porvenir de los hombres y las naciones de América Latina en un mundo que había entrado en una crisis general cuyo carácter y vías de solución preocuparon a prácticamente todos los escritores latinoamericanos de la época.
Frente a estos cambios se inició una renovación del arte narrativo que, a través de varias etapas y con sus cambios a veces bastante profundos, resultó en la novela latinoamericana actual. En este sentido hubo, en los años veinte, varias innovaciones que caracterizan la novela latinoamericana de aquel tiempo:
-la preocupación por el contenido y la dinámica del proceso histórico como problemática objetiva así como por la posición y responsabilidad que los hombres tienen dentro de él y frente a sus alternativas como problemática subjetiva;
-la tendencia de definir, dentro de este cuadro general, la identidad de los hombres y las naciones en América Latina así como las perspectivas de un porvenir que resultaría de su realización libre;
-la intención de convertir el quehacer literario así en la expresión de estas nuevas preocupaciones y aspiraciones como en un acto comunicativo y llamativo cuyo destinatario era, por lo menos virtualmente, el pueblo, es decir todos los hombres que vivían en los países latinoamericanos.
A estas innovaciones con respecto al contenido y la finalidad del arte novelístico, que fueron desarrolladas desde diferentes puntos de vista sociales e ideológicos, correspondió la búsqueda de métodos nuevos en la configuración estética y la utilización del lenguaje. Así, por ejemplo, los personajes novelísticos comenzaron a cobrar una nueva trascendencia que paulatinamente los hizo representativos no sólo de ciertas fuerzas sociales sino de valores nacionales y universales más generales. Al mismo tiempo, la atención novelística comenzó a desplazarse desde las vivencias externas de sus protagonistas (peripecias biográficas, elementos anecdóticos, etc.) hacia las internas (apropiación espiritual del mundo y de sí mismo por los hombres) y sus distintas motivaciones y formas. Lograr la identidad de los hombres y las naciones de América Latina resultó, en este sentido, un acto de conciencia y acción, espiritual y práctico, realizado en un ambiente dado y determinado dialécticamente por éste así como por sus propias tradiciones. De ahí que la novelística latinoamericana de aquel decenio comience a dar pasos nuevos en la significación de la realidad. Además, los autores concibieron la búsqueda de la identidad como una tarea a realizar en la literatura y la vida, de manera que escribieron sus obras, en cierto sentido, como «proyectos de identidad», con lo cual lograron añadir elementos nuevos a la realidad que literariamente configuraron, y darles a sus obras la dimensión del porvenir. Dentro de la realización de tal estrategia narrativa -social, ideológica y estéticamente muy diferenciada- la utilización del lenguaje obedeció no sólo al propósito de reflejar lo americano y popular, sino de ser precisamente forma y expresión de esta apropiación espiritual del mundo y de la identidad de los hombres en las condiciones concretas de los países latinoamericanos. Por fin, la novela dejó paso a paso de ser primordialmente el relato de vivencias o sucesos auténticos para convertirse en metáfora compleja de la vida.
Estas innovaciones se manifestaron en una producción novelística muy variada que, no obstante sus imperfecciones y desigualdades inevitables como «enfermedades infantiles», en no pocos casos contenía los gérmenes de lo que más tarde se dio en llamar «nueva novela latinoamericana». Para mostrarlo basta mencionar a Alejo Carpentier, Miguel Ángel Asturias, Roberto Arlt y Manuel Rojas. De una manera tal vez menos directa, esta observación se refiere también a las tres novelas clásicas de aquel decenio: Don Segundo Sombra (1926), de Ricardo Güiraldes, La vorágine (1924), de José Eustasio Rivera, y Doña Bárbara (1929), de Rómulo Gallegos.
Dentro de la brevedad a la cual obligan las condiciones de un congreso, esta ponencia pretende analizar cómo, desde su punto de vista social e ideológico, Gallegos ve los problemas históricos de su tiempo y configura estéticamente tal visión en Doña Bárbara. Para resaltar las características de este proceso, la novela clásica del maestro venezolano se compara así con Don Segundo Sombra y La vorágine como con algunas novelas del siglo XIX desde cuya tradición parte para abrir nuevos caminos a la novela latinoamericana.
Don Segundo Sombra crea la imagen y el personaje del gaucho como encarnación de un supuesto carácter nacional argentino que en lo esencial corresponde a una realidad socio-histórica ya desaparecida, pero recordada intensamente no sólo por el autor y sus congéneres sino -y eso es mucho más importante- por amplios sectores populares migrados del campo a la capital, donde habían caído bajo la influencia alienante de relaciones sociales muy distintas. En el fondo, Güiraldes convirtió precisamente estos recuerdos nostálgicos en la encarnación de un ideal humano que pretendió ofrecer una alternativa destinada a detener los efectos alienantes de un proceso social que conducía inevitablemente hacia un porvenir muy incierto. Tratando de hablar directamente a su pueblo, Güiraldes utilizó el lenguaje de éste así como antiguas tradiciones narrativas que integró en la nueva entidad literaria de su obra. Lo que, en su manera de escribir el Don Segundo Sombra, resulta interesante, es que no sólo trate de cerrar el camino del proceso histórico considerado como alienante mediante la evocación del ideal gauchesco que históricamente ya se había esfumado, sino también mediante el esquema estructural que utiliza: contar lo que tiene que decir en tres secuencias narrativas de a nueve partes cada una. Al contrario de lo que permitiría la disposición biográfica de la narración que es de por sí «abierta» por excelencia, la novela de Güiraldes queda encerrada en este esquema, y, por haberse agotado el espacio narrativo, al final no queda nada más para contar. La imagen del gaucho como la novela que lo articula, se cierran en sí mismas y, rebozando de realidad, se niegan a seguir alimentándose de ella y a acercarse al carácter y la dinámica de su proceso evolutivo.
A diferencia de Don Segundo Sombra, La vorágine no es la metáfora del distanciamiento frente a un proceso socio-histórico considerado como alienante y de perspectivas inciertas, sino del acercamiento a la realidad socio-histórica en su autenticidad cruel así como a la decisión de hacer algo para cambiarla. Como en Don Segundo Sombra, el protagonista sale de una vida efímera para integrarse en una vida auténtica que esta vez no es casi un sueño sino dramáticamente vivida y, por lo menos parcialmente, conocida en su funcionamiento. Cuando el protagonista comienza a integrarse en la vida auténtica, la narración termina. A lo que en Don Segundo Sombra es el fin algo trivial de hacerle llegar al protagonista la noticia de que es heredero de una estancia, corresponde en La vorágine el desaparecer del protagonista en la selva, la cual no lo devora tanto por su exuberancia tropical sino mucho más porque al autor no le interesaba mostrar lo que el protagonista hacía después de haberse identificado con un ideal humano que a partir de este momento iba a orientar su vida. Al acercamiento a la auténtica realidad socio-histórica corresponde la estructura narrativa de La vorágine que se —133→ abre a la realidad, integrando en la trayectoria de Arturo Cova las trayectorias de varias otras personas referidas por sus propios protagonistas, y creando, de esta manera, una estructura novelesca capaz de reflejar la complejísima realidad colombiana y de darle a la novela una marcada tendencia totalizadora.
Desde puntos de vista muy distintos, así Don Segundo Sombra como La vorágine cuentan cómo, a través de sus respectivas peripecias y experiencias, sus protagonistas llegan a conocer su posición y responsabilidad frente a los problemas nacionales de sus países, y se deciden a adoptar determinadas normas de conducta humana. Ambas novelas se concentran, de esta manera, en la conciencia y actuación individuales como aspecto subjetivo de ella. Permiten a sus lectores seguir las peripecias de sus protagonistas, identificarse con ellos y sacar las mismas conclusiones. En este sentido son precursores de la novela latinoamericana actual.
II
Doña Bárbara es algo distinta. No pretende en primer lugar que el protagonista y, a través de la identificación con éste, el lector adopte frente a la realidad una posición determinada por la fuerza espiritual de un ideal de conducta humana. Quiere más bien mostrar cómo se mueve y puede ser promovido un proceso histórico y social que existe fuera e independientemente del lector, y que éste quede convencido de que el porvenir será como lo demuestra la novela. La recepción del lema de la lucha entre civilización y barbarie, creado por Sarmiento, que se traduce hasta en el nombre alegórico de la protagonista, es otro indicio muy claro de que Doña Bárbara es distinta de las dos novelas restantes. En ellas, la civilización (burguesa) es, en cierta forma, considerada como vida inauténtica, y la autenticidad se busca fuera de ella. En Doña Bárbara, por el contrario, la civilización burguesa resulta la meta hacia la cual está orientado el proceso histórico que quiere poetizar y anticipar la novela, que de esta manera resulta sobre todo en la anunciación esperanzadora de lo que va a ser la patria cuando las fuerzas de la civilización hayan triunfado sobre las de la barbarie.
Desde este punto de partida -que no resulta tan extraño si se considera que en aquella época Venezuela era uno de los países latinoamericanos más atrasados- Doña Bárbara participa en la búsqueda de la autenticidad. Pero ésta no consiste en que los protagonistas se busquen y encuentren a sí mismos sino que adopten un ideal de conducta y actuación que prolonga el liberalismo latinoamericano del siglo XIX. Así, Santos Luzardo es representante consciente del progreso social (lo cual no son ni Fabio Cáceres ni Arturo Cova). Se orienta en un ideal que no conquista y adopta desde y a través de sus propias experiencias sino que existe a priori e independientemente de él y que le fue revelado en la universidad. De esta manera, humanidad y amor son considerados por Gallegos, en primer lugar, como categorías filosóficas (y casi como fuerzas motrices del proceso histórico). Si en Santos Luzardo hay lucha interna no es por encontrarse a sí mismo sino por no permitir que las fuerzas de la barbarie se apoderen de él. Y Marisela se convierte en un personaje «nuevo» precisamente por la acción educadora (y por ende «civilizadora» por excelencia) de Santos Luzardo con respecto a ella. De esta manera, también las motivaciones espirituales de la conducta y actuación de los hombres resultan objetivizadas y en el fondo, el protagonista es en primer lugar un instrumento del cual se sirven para imponerse, personificándose en él. Por eso, Santos Luzardo no necesita buscarse a sí mismo (lo que sí es el caso de Fabio Cáceres y Arturo Cova) sino que está al servicio de un ideal y una causa. Por consiguiente, la participación del lector no se opera compartiendo sus experiencias sino adoptando el mismo ideal que él.
La misma relación entre lo objetivo y lo subjetivo existe en la manera de la cual Gallegos poetiza su visión de la historia nacional. En cierto sentido, doña Bárbara es una mujer alienada por la vejación que sufrió cuando joven. En lo individual, esto puede ser comentado según los conceptos freudianos. Pero tal interpretación no podría agotar el contenido del personaje en el cual lo general tiene mucha mayor significación que lo particular y que por ende resulta en primer lugar alegórico. Si se toma en cuenta la promesa esperanzada relativa al porvenir de la nación, que contiene la novela, se impone la conclusión de que la alienación de la protagonista, que es el personaje representativo de la barbarie semifeudal, es necesariamente algo más que un accidente puramente individual. En primer lugar es la configuración alegórica de una alienación histórica con respecto al destino de plenitud nacional que profesaban muchos autores de la época, siguiendo el concepto de la intrahistoria desarrollado por Miguel de Unamuno. Según esta idea, las naciones latinoamericanas estaban destinadas, por una especie de entelequia histórica, a un porvenir grande y esplendoroso, y la situación en que se encontraban, era precisamente el resultado de una vejación histórica perpetrada por la conquista, que había alienado los pueblos latinoamericanos de la plenitud manifestada, según muchos autores, en los impresionantes monumentos de las culturas precolombinas o lo grandioso de su naturaleza y paisajes.
Lo expuesto permite la conclusión de que, en Doña Bárbara, Gallegos poetiza una visión de la historia de Venezuela y hasta de América Latina que amalgama el lema tradicional del liberalismo hispanoamericano formulado por Sarmiento, y elementos esenciales de la llamada utopía americana, muy en boga a partir de mediados de los años veinte. Lo hace desde un punto de vista social que pretende que el pueblo no sea capaz de ser el protagonista de la historia y que por eso sea necesaria una élite culta para liberarlo y dirigirlo. Esta idea, que fue formulada varias veces por el propio Gallegos, influye profundamente en el método y las formas por los cuales el autor poetiza la historia. Explica, por ejemplo, el hecho de que, a diferencia de Don Segundo Sombra y La vorágine no subjetivice sino objetivice la ficcionalización de la historia. Es precisamente esta actitud con respecto al pueblo que le obliga a Gallegos a presentarse como maestro omnisciente y darle a su novela el carácter de una grandiosa demostración o ejemplificación de la historia como un proceso puramente objetivo, mientras que así Güiraldes como Rivera, que no participaban de esta actitud, podían tratar de comunicar intensamente a sus lectores las experiencias y decisiones de sus protagonistas con la finalidad de que se identificaran con ellos que, al comienzo de su trayectoria novelesca, resultan personajes lo bastante cotidianos y se convierten en «protagonistas» precisamente mediante sus vivencias y su reacción espiritual frente a ellas. Al contrario de este procedimiento novelístico lo bastante «moderno», la novela de Gallegos presenta sus protagonistas desde el principio como seres alegóricos y por ende extraordinarios, e insinúa al lector no tanto la identificación con sus experiencias sino mucho más con los ideales que inspiran a los protagonistas buenos. Con respecto a este procedimiento, el lector actual se da cuenta de cierto maniqueísmo y puede encontrar Doña Bárbara menos «moderna» que Don Segundo Sombra o La vorágine, viendo en eso probablemente la mayor debilidad de la obra. Pero si, sin negar estas diferencias, la novela de Gallegos se analiza dentro de su contexto histórico, su configuración se revela como correspondiente al entusiasmo sentido por amplios sectores sociales con respecto a la llamada utopía americana, mientras que la desilusión con respecto a los ideales de la civilización en sentido sarmientino, que ya se perfila netamente en las obras de Güiraldes y Rivera, comenzó a ser predominante en la novelística latinoamericana algunos decenios más tarde. De ahí que, no obstante todas sus contradicciones inevitables, la inspiración en estos ideales pudo darle a Doña Bárbara, un halo épico innegable orientado ostensiblemente hacia el futuro. De esta manera, lo que al lector de hoy puede aparecer como debilidad sustancial de la novela, está ligado directamente a lo que es su logro sobresaliente: la estructura equilibrada, a base de la cual Doña Bárbara resultó la primera novela latinoamericana en la cual la historia como proceso objetivo está representada en la unidad del pasado, el presente y el futuro. Junto con la honesta inspiración en los ideales de la utopía americana, este mérito fue una de las causas de la repercusión enorme que la obra tenía entre el público latinoamericano luego de su publicación. No obstante la contradicción mencionada, contribuyó, de esta manera, enormemente al desarrollo de la conciencia nacional del pueblo venezolano y de muchos otros pueblos latinoamericanos.
III
El hecho ya indicado de que Doña Bárbara amalgama elementos de la literatura del siglo XIX con los de los años veinte, es manifestado por una serie de rasgos artísticos que caracterizan la obra. Uno de ellos es la trama, es decir, la historia de las relaciones amorosas entre Santos Luzardo y Marisela, hija de su antagonista. Si se despoja de su trascendencia algo alegórica, resulta ser una historia de amores casi imposibles pero con solución feliz entre las familias de dos latifundistas enemistados por uno de los litigios más frecuentes entre ellos: la delimitación de sus propiedades. En este sentido, las analogías con la novela latinoamericana del siglo XIX son obvias. Baste mencionar, en este sentido, el casi paralelismo estructural de la trama de Doña Bárbara y de La parcela (1898), de José López Portillo y Rojas, por ejemplo. Lo nuevo en la novela de Gallegos es, precisamente, que ésta quiere ser la configuración alegórica de una amplia visión de la historia nacional desde un punto de vista que ofrecía, en su orientación reformista, muchas analogías con la del autor mexicano. Además, resulta interesante que este esquema de la trama, cuyos protagonistas pertenecen a la fracción retrógrada y progresista de los latifundistas, respectivamente, ya es, históricamente, algo secundario. La mayoría de las novelas del siglo XIX configuran su trama más como conflicto entre burgueses virtuosos y oligarcas (o clérigos) viciosos, como es el caso de Martín Rivas (1862), de Alberto Blest Gana, y Aves sin nido (1889), de Clorinda Matto de Turner.
Al igual que Gallegos, Rivera utilizó la trama amorosa de la novela del siglo XIX. Pero en La vorágine, esta trama que, con todo lo que representaba, ya resultó anacrónica en los años veinte, servía únicamente como pretexto del autor que liquidándola durante el desarrollo de la acción novelesca, mediante su utilización realizó la transición del mundo novelesco del siglo XIX hacia una de las zonas más frecuentadas del mundo novelesco latinoamericano del siglo XX, procedimiento en cierto sentido más acorde con el proceso histórico y literario que el de Gallegos.
Otro de los elementos tradicionales del arte narrativo latinoamericano del siglo XIX que se utiliza en Doña Bárbara, es el cuadro costumbrista. En las novelas de trama amorosa había servido como trasfondo totalizador. Como metáfora de la realidad, el cuadro de costumbres corresponde a relaciones sociales en las cuales todo existe porque sí, es decir, como costumbre, bajo el peso de la cual los hombres viven en un mundo en el cual pueden reconocer la historia únicamente como fluir circular y repetitivo del tiempo, pero no como proceso de cambios en los cuales ellos mismos tienen una participación activa. En este sentido, el cuadro de costumbres es la configuración metafórica de relaciones semifeudales, y como tal puede contentarse con ser un retrato en el cual lo general y lo particular existen casi totalmente identificados.
En la novela de Gallegos, los cuadros de costumbres también juegan un papel importante como trasfondo totalizador de la trama. Pero a diferencia de las novelas de Alberto Blest Gana y Clorinda Matto de Turner, por ejemplo, las relaciones entre las escenas que marcan los acontecimientos más importantes de la trama, y los cuadros de costumbres, resultan desequilibradas porque, no obstante todas las analogías, Doña Bárbara no es, de ninguna manera, una novela romántica del siglo XIX. Prolonga, utilizándolos, elementos muy importantes de ella hacia el siglo XX, pero sus propósitos novelescos son otros. Obedecen precisamente a las condiciones e impulsos de un mundo que acabó de entrar en un proceso de movimiento histórico intenso, orientado hacia cambios profundos que rompieran precisamente con la inmovilidad de las relaciones feudales características del mundo de la novela latinoamericana del siglo XIX. En la misma Venezuela, estos procesos se habían manifestado, un año antes de la publicación de Doña Bárbara, a través de las luchas estudiantiles y populares de 1928, que en cierta forma ya sobrepasaron a Gallegos y sus aspiraciones. Sin embargo, Gallegos anhelaba la liquidación del estancamiento feudal. De ahí que debiera utilizar un método novelesco distinto del de la novela del siglo XIX. Por eso, sólo formalmente reproduce la trama amorosa típica de ella. Pero no quiere contar la historia particular del triunfo de un individuo burgués, sino que aspira a configurar una metáfora novelesca del proceso histórico nacional tal como él lo veía. Este propósito narrativo le obliga a Gallegos a darles así al escenario como a prácticamente todos los protagonistas relacionados con la trama de su novela, una trascendencia marcable. La misma realidad socio-histórica así como la intención narrativa del autor ya no pueden tener su equivalente narrativo en el relato de acontecimientos real o supuestamente auténticos. Lo que resultó necesario era una generalización artística que permitiera configurar lo general a través de lo particular.
Debido a este procedimiento el escenario y los personajes de la novela cobran una trascendencia marcada. Antiguamente, el escenario de la acción novelística resultó poco importante. No así en Doña Bárbara: los llanos venezolanos, en los cuales se desarrolla su acción, eran la región histórica y económicamente más importante de Venezuela antes de iniciarse la explotación petrolera. Quien quería buscar las raíces de la cultura y del carácter nacional venezolanos, tenía que hacerlo precisamente en esta región. Escoger los llanos como escenario de Doña Bárbara era, pues, darle a la novela premeditadamente una dimensión eminentemente nacional. De ahí que la repetida crítica de que quince días de visita en los llanos habían sido muy poco tiempo para documentarse bien, queda más o menos inhabilitada, porque a Gallegos le interesaba mucho más la encarnación de lo nacional que el retrato documental de una región cualquiera.
Lo mismo se refiere a los personajes principales de la novela. Si por un lado es obvio que Gallegos sigue la antigua tradición de la novela latinoamericana de utilizar materiales auténticos, lo cual se manifiesta no sólo en personajes secundarios sino también con respecto a doña Bárbara y Lorenzo Barquero (personera de lo feudal y su víctima), no es menos evidente que este procedimiento ya no es más que el trampolín hacia la generalización artística en el sentido del autor, quien, con Santos Luzardo y Marisela (civilizador e hija del país despierta por su acción), presenta dos protagonistas de su propia invención. Y es precisamente a través de la actuación y las peripecias de estos últimos que Gallegos configura literariamente su pretensión de superar la barbarie y liberar las fuerzas auténticas del país y de sus habitantes.
Es, pues, por la generalización artística que Gallegos logró substituir, en la configuración del escenario y los personajes principales, la antigua casi-identidad de lo general y lo particular, característica de la tradición narrativa anterior en América Latina, por una relación más o menos complicada entre lo general y lo particular, dentro de la cual esto último trasciende sus límites hacia lo general. Por eso, los personajes no sólo son individuos sin más, sino que trascienden las meras peripecias de su propio destino individual y su tipicidad social, y de ahí que Doña Bárbara resultara en otra cosa que un relato real o supuestamente auténtico intercalado con una serie más o menos larga de cuadros de costumbres. Pero la ficcionalización necesaria para llegar a tal resultado afectó únicamente lo que tiene que ver con la trama, mientras que los pasajes descriptivos y totalizadores quedan sin los efectos de esta operación. De esta manera, la novela adolece de la contradicción de ser alegórica y dinámica por un lado y costumbrista por otro, lo cual a su vez manifiesta la amalgamación contradictoria de elementos literarios tradicionales y modernos característica de ella. La transición hacia un nivel más moderno del arte novelesco fue iniciada intensamente, pero sólo realizada parcialmente, lo cual correspondió en primer lugar al estado incipiente del proceso histórico con el cual, desde su punto de vista, estaba confrontado Gallegos.
En el fondo, las novelas de Rivera y Güiraldes están ante el mismo problema, pero le dan otra solución. La intención narrativa así como la orientación más subjetiva de ambas novelas permitieron por un lado utilizar el relato de andanzas individuales (que de por sí resulta aún más tradicional y corresponde más a la realidad sociohistórica de los países latinoamericanos que la trama amorosa) y configurar la narración de manera que el lector puede identificarse con ella más directamente que con la de la novela de Gallegos. También logran integrar los cuadros de costumbres o relatos secundarios en la narración, dándoles un contenido emotivo y espiritual que por lo menos parcialmente supera el carácter auténtico y casi documental que originalmente tenían. Se subordinan al carácter de cada una de las dos novelas y se convierten, de esta manera, en elementos metafóricos más propiamente dichos.
La comparación de Doña Bárbara con Don Segundo Sombra y La vorágine revela otra contradicción de la novela de Gallegos. Fabio Cáceres y Arturo Cova, quienes pasan de una vida inauténtica a una vida auténtica, reflejan espiritualmente este proceso. Lo sienten y lo meditan, y en la unidad de sus acciones prácticas y espirituales se desarrollan de manera que al final de sus respectivas novelas resultan distintos de lo que eran al iniciarse la narración. Con todas las limitaciones -más bien visibles en La vorágine que en Don Segundo Sombra-, es precisamente el acto de apropiarse práctica y espiritualmente de su mundo y de sí mismos lo que les da verosimilitud a estos personajes y le permite al lector identificarse con ellos y hacer suyas, por lo menos parcialmente, sus experiencias. El procedimiento de Doña Bárbara es distinto. El autor no pretende que sus protagonistas sean seres vivientes sino alegóricos. De ahí que representen algo general y objetivo y carezcan de la dimensión particular y subjetiva. No se pretenden verosímiles, y por eso el lector no puede apropiarse la novela mediante la identificación con los protagonistas sino con los ideales que los animan y cuya personificación representan. Sin embargo, este tipo de identificación resulta viable y motivó la amplia y entusiasta recepción de Doña Bárbara por el público venezolano y latinoamericano en general.
IV
El análisis anterior revela que así con respecto a su contenido ideológico como con respecto a la configuración literaria, Don Segundo Sombra y La vorágine, por un lado, y Doña Bárbara, por otro, representan dos caminos de superar la novela latinoamericana del siglo XIX y abrirle al género el camino hacia nuevos horizontes manifestados ahora en el florecimiento de la novela latinoamericana contemporánea.
Más obviamente que las otras dos novelas, Doña Bárbara está, para decirlo así, con un pie en el siglo XIX y con otro en el XX. Por un lado abre el horizonte histórico más amplio de toda la novelística latinoamericana de su época, y en esto reside su grandeza. Por otro, sin embargo, sigue adoptando el antiguo lema liberal de la lucha entre civilización y barbarie como eje conceptual y, debido a los teoremas del liberalismo decimonónico, Gallegos está en la necesidad de presentarse como autor omnisciente y contar lo que tiene que decir, de una manera objetiva. Esto lo obliga al lector a ser testigo de una acción que se desarrolla fuera de él y de la cual no puede apropiarse mediante la identificación con los protagonistas y sus vivencias. Le queda dejarse posesionar por los ideales que animan a Santos Luzardo y ser así objeto de la acción educadora (y por ende civilizadora por excelencia) de Rómulo Gallegos.
Como ya se dijo, Gallegos consideró la civilización burguesa, que en aquel entonces ya había entrado en su crisis, como meta final del proceso histórico. De este anacronismo sustancial, hecho patente en la misma Venezuela por los acontecimientos de 1928, provienen las contradicciones y limitaciones de la obra. De ahí que Gallegos pueda dirigir su palabra novelística a la nación para anunciarle un gran porvenir y hacerse portavoz de ideales humanos algo abstractos, pero que no pueda pedirle al pueblo o a todos los hombres que sean lo que actualmente se llama «lectores cómplices» y que actúen estética y prácticamente por su propia cuenta.
Siendo así, Doña Bárbara contribuyó en un grado muy alto en el desarrollo de la conciencia nacional del pueblo venezolano y tuvo una repercusión enorme dentro y fuera del país. Pero leída con la perspectiva y conciencia de un lector contemporáneo se revela singularmente contradictoria porque lo que narra es una bella utopía fácilmente reconocible como tal con las experiencias históricas contemporáneas. Su belleza alegórica impresiona muy bien como monumento histórico, pero el lector actual ya no puede apoderarse de su mundo y encontrarse a sí mismo mediante la identificación con la novela. Resulta interesante que Gallegos, quien no era ajeno a los antagonismos de la civilización burguesa, siente en Doña Bárbara las bases conceptuales para novelas posteriores. Fiel a las ideas directrices de la utopía americana, da a entender que la civilización debe entroncar en las raíces que existen en la cultura nacional, y que su desarrollo ulterior tenga que partir de este punto de arranque. De ahí que Santos Luzardo se humanice en contacto con la realidad de los llanos y que su relación amorosa con Marisela, hija de doña Bárbara y a la vez mucho más expresión ingenua y un poco salvaje de la espiritualidad «natural» de los llanos y, por ende, de Venezuela, alegorice precisamente la idea que tenía Gallegos de la amalgamación de la civilización con el supuesto carácter nacional. Desde este punto de partida se orienta hacia una visión más antropológica en algunas de sus novelas posteriores, sobre todo Cantaclaro (1934), dotando a los respectivos personajes de una sensibilidad humana, popular y, para decirlo así, venezolana, que integra en una visión totalizadora de los problemas de su patria, anticipando, de esta manera, elementos importantes de la novela contemporánea y orientándose más hacia el aspecto subjetivo del proceso histórico. Los otros dos clásicos de los años veinte, Güiraldes y Rivera, ya no se identificaron personalmente con la civilización burguesa, y por eso sus obras abrieron otro camino hacia la novela contemporánea, concentrándose en el aspecto subjetivo del proceso histórico, sin ocuparse mucho de sus aspectos objetivos.
De esta manera, Doña Bárbara, por un lado, y Don Segundo Sombra y La vorágine, por otro, marcan, separadamente, las dos vertientes de la preocupación por la historia que comienza a predominar en la novela latinoamericana a partir de los años 20: el contenido y la dinámica del proceso histórico como problema objetivo y la posición y responsabilidad que los hombres tienen dentro de él y frente a sus alternativas como problemática subjetiva. Cuando se produce la síntesis de estas dos vertientes, se inicia la madurez de la novela latinoamericana del siglo XX.
Este paso se da, cuando en El reino de este mundo (1949), Alejo Carpentier logró configurar la unidad del pasado, presente y futuro no sólo en lo objetivo (donde había sido realizada por primera vez por Gallegos) sino también en lo subjetivo, es decir la apropiación de la historia en la conciencia de los hombres mediante la unidad del recuerdo del pasado, la vivencia espiritual del presente y el anhelo del porvenir, que se opera en las últimas meditaciones del ex esclavo Ti Noel, quien, no obstante todos los fracasos y desilusiones de su vida, llega a la conclusión de que «la grandeza del hombre está precisamente en querer mejorar lo que es». En esta trayectoria, Doña Bárbara constituye un eslabón imprescindible.
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