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jueves, 23 de diciembre de 2010

¿Qué es Latinoamérica?



EL PROBLEMA ÉTNICO

Toda la latinidad comenzó en el Lacio, pequeño territorio adyacente a la ciudad de Roma, y fue creciendo en círculos concéntricos a lo ancho de la historia: primero asta abarcar el conjunto de Italia, ampliándose luego a la parte de Europa colonizada por el imperio romano, restringiéndose después a los países y zonas que hablaron lenguas derivadas del latín, y transportándose por fin al continente americano que esos europeos habían descubierto y colonizado. De este modo, América Latina resultaría ser el cuarto anillo de esa prodigiosa expansión.
Entre las naciones que realizaron el descubrimiento, conquista y colonización del nuevo continente, tres eran lingüísticamente latinas: España, Portugal y Francia. La más vasta concepción histórica de la nación, por lo tanto, deberían englobar todas las tierras del nuevo continente que hubieran sido pobladas por esas potencias opuestas en bloque a la América anglosajona, concentrada en el norte. “Ya en los finales del siglo XIX –dice Estuardo Núñez- empieza a diferenciarse entre lo norteamericano y lo latinoamericano a raíz de haberse producido el fenómeno político de la independencia del Norte. Empiezan a usarse entre los escritores franceses, sobre todo denominaciones nuevas para las cosas de América no sajona: “étais latins d`Amérique”, “Peuples latinoaméricains, …” Estas nuevas expresiones remiten a un concepto que es a la vez racial, cultural y político.
Con respecto a la composición actual de la América Latina, José Luis Martínez puntualiza que “es algo más compleja que el simple esquema que subsistía hasta mediados del siglo. El conjunto original de veintiún países subsiste (Argentina, Brasil, Bolivia, Colombia, Costa Rica, Chile, República Dominicana, Ecuador, Guatemala, Haití, Honduras, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, Puerto Rico, El Salvador, Uruguay y Venezuela). Sin embargo Puerto Rico es un estado libre asociado a los EE.UU. y los puertorriqueños tienen la ciudadanía estadounidense. Después de 1960 se han creado cuatro nuevos países: Jamaica, Barbados, Trinidad y Tobago y Guyana, de lengua inglesa predominante, que forman parte del “British Commonwealth of Nations”.
Como venos, el balance a que nos lleva la idea de la latinidad desborda esa misma idea. Si ensayamos ahora restituirnos a la originaria posición del hombre americano, el adjetivo de América Latina se diluye en la contingencia histórica y nos encontramos sumergidos en la sustancia humana propia del sustantivo, obviamente previa y ajena a lo europeo. Y enfrentamos así las grandes culturas anteriores al descubrimiento, sobre todo la mesoamericana y la andina.
La conquista del siglo XVI aniquiló prácticamente a esas culturas, pero, al mismo tiempo, les dio nueva vida dialéctica en cuanto las transformó en el “terminus ante quem” de un proceso de occidentalización. Este proceso también afectó a los restantes pobladores de América que poseían una cultura inferior: los que genéricamente eran llamados “indios” por los descubridores, inducidos por el gigantesco error geográfico que los llevaba a creer que habían llegado a Asia.
En el interior de la actual América Latina se destaca la presencia de otro mundo radicalmente no latino: el africano. Según la teoría de los “continentes a la deriva”, América, en un remoto tiempo geológico formó una unidad física con África, y luego, desgajada por las fuerzas plutónicas de nuestro planeta, asumió su individualidad como continente. En esa fabulosa aventura sólo la flora y la fauna de África habían sido arrastradas por el continente americano, pero no sus hombres.
Por lo tanto, los africanos vinieron más tarde a América, ya en los tiempos históricos. En el Caribe verde y transparente, tuvo lugar, durante los siglos XVI y XVII el despiadado fenómeno de la trata: la instrumentalización de los hombres de un color por los hombres de otro color. Cien millones de negros africanos fueron “cazados” y traslados desde el África; sólo una tercera parte de ellos llegaron a su destino americano. Sin embargo este proceso tuvo el sorprendente resultado que ahora podemos ver: que los esclavos retribuyeron a sus amos transmitiéndoles todo lo que pudieron conservar de su cultura, enseñándoles muchas cosas: desde cantar y bailar, hasta luchar por su libertad.
Lo que América Latina tiene de africana, resulta ser a la vez, su “trait d`union” (tratado de unión) con la América anglosajona: es esa raza y su cultura la que se encarga de soldar los dos enormes subcontinentes que constituyen las Américas. Las islas del Caribe y la América Central forman una transición entre América del Sur, ejemplarmente latina, y la América del Norte, ejemplarmente anglosajona. En esta zona ni siquiera es siempre precisa la correlativa y básica delimitación entre esas dos culturas colonizadoras, ya que ambas han coexistido e ella y coexisten aún.
Esta América africana se hace sentir también al Norte de América del Sur y al sur de América del Norte. De tal modo esta interposición constituye a la vez una barrera y un camino y, en todos los casos un enriquecimiento del esquema clásico del que surgió el concepto mismo de América Latina: las dos Américas divergentes convergen en una tercera cultura hasta formar, en conjunto, una sola Afro América, un muelle que tiende a unificar culturalmente las tres Américas geográficas.
El sociólogo Gino Germani señala dos concepciones diametralmente opuestas entre sí, pero coincidentes en acordar una existencia real a América Latina. La primera es el carácter latino, o greco-romano, cristiano, hispánico o ibérico del subcontinente americano; la segunda ve a América Latina como una unidad no solamente cultural y social, sino también política. Pero tampoco serviría un criterio meramente racial que opusiera los latinos a los anglosajones, pues hay una penetración racial y social de los latinos en la zona Sur de América anglosajona (EE.UU.), en este caso la América Latina va invadiendo desde abajo a la anglosajona, gracias a una especie de capilaridad demográfica que sube a través de Puerto Rico, México, Cuba…
Tampoco sería aceptable una concepción puramente lingüística que predicara como América Latina la que forman aquellos países que hablan español o portugués. José Luis Martínez recuerda que de los millones de habitantes que forman América Latina, sólo aproximadamente el 65% hablan español, el 33,4% portugués y el resto francés o inglés. A esto se suma la supervivencia del algunas lenguas precolombinas, tal el caso del Paraguay, cuya población es bilingüe (castellano y guaraní). Por razones similares debería también rechazarse una concepción religiosa que opusiera el Catolicismo de América Latina al protestantismo de las colonias anglosajonas (casi ¼ parte de los EE.UU. es católica).
A pesar de todo esto, este complejo que insiste en llamarse América Latina, tiene una raíz más bien histórica: la sucesiva dependencia del conjunto respecto de una potencia exterior. Primero, de las monarquías ibéricas; cuando ellas caen, los ingleses y luego los norteamericanos exigían a expensas de América Latina sus imperios sucesores, no ya en lo político, pero sí en lo económico.
Esta nota de dependencia, sería, acaso, la primera a considerar para determinar el fugitivo concepto de América Latina.
Y la segunda, su inmersión en la más fuerte polaridad histórica de la actualidad: el abismo que se abre entre los países ricos y los pobres, donde la América anglosajona es la rica y la latina, la pobre. Estos dos criterios se complementan y confirman por un tercero más elemental: el geográfico, en que se apoyan, expresa o tácitamente, todos los que hasta ahora hemos compulsado. América Latina sería toa aquella tierra americana que queda al sur del Río Grande o Bravo (límite entre EE.UU. y México). Al sur de este río existe cierta homogeneidad cultural, política, social, religiosa, lingüística…
Se han señalado los tres incentivos que llevaron a los españoles a colonizar América:
a)    el impulso guerrero adquirido al reconquistar su propio territorio de manos árabes;
b)    el misticismo misional católico,
c)     la codicia (de oro, de esclavos, de mujeres).
Entre estos móviles, cada historiador, cada ensayista, destaca el que más impresiona a su sensibilidad, pero no hay duda que el conjunto de los tres factores es el que determina ese proceso que habría de integrar el mundo, prácticamente, con la mitad que de él faltaba.
Cristóbal Colón era, en cierto modo, un místico, pero ello no le impidió adoptar toda una estrategia para seducir a los reyes católicos con el oro del Nuevo Continente. “El oro es excelentísimo –escribió-, de oro se hace tesoro y con él quien lo tiene hace cuanto quiere en el mundo y llega a que echa las ánimas al Paraíso.
Podríamos agregar un cuarto factor, que es consecuencia de los tres anteriores, o sea, el asombro. Colón al acercarse al Orinoco piensa que ha descubierto uno de los ríos que lindan con el Paraíso. Este asombro continúa en cada uno de los españoles que lo siguieron. Los indios que fuman, por ejemplo, son descritos por los españoles como “hombre y mujeres que pasean fumigándose con un tizón encendido”.
Los indios, por su parte, no entendían ese animal centáurico, compuesto de hombre y caballo. Se maravillaban cuando un conquistador bajaba de su cabalgadura. Los incas creían que los caballos comían metal (el freno que llevaban en la boca).
Este asombro recíproco es el huevo de donde saldrá la cultura latinoamericana. El arte en general, no es otra cosa que la expresión del asombro, asombro que ganará el impulso de participar con los demás lo que el artista ha visto de extraordinario. En el caso de América, éste es el impulso que hace inesperados escritores a los mismos conquistadores; simple, pero maravillosamente, ellos cuentan la sorprendente verdad que vieron o que imaginaron ver.
Las grandes civilizaciones precolombinas eran ricas en arquitectura, en escultura, en música. La cultura europea aportó esencialmente el lenguaje, la religión, técnicas allí desconocidas. Pero a medida que sucedía la historia, el acervo cultural de América Latina iba polarizándose y ofreciéndose como una estéril opción que repetía la situación del conquistador y el conquistado: ser europeo, ser americano, o sea:
a)     por una parte las supervivencias culturales de las grandes civilizaciones que preexistían al descubrimiento y conquista, tales como las que tienen su asiento en las actuales repúblicas de México y Perú.
b)     Por otra parte, la cultura europea transportada por el descubridor y el conquistador como un producto más de la expansión occidental que ellos representaban; o sea como una actividad específicamente europea, aunque cumplida por los colonizadores en la nueva región incorporada a sus dominios.
Esta dicotomía provoca una oposición que durante mucho tiempo falseará las relaciones de la cultura latinoamericana con la europea, presentando como único, auténtico y original de América Latina aquellas subsistencias de las civilizaciones que no hubieran sido afectadas por el impacto de la conquista y la colonización. En esta concepción, por lo tanto, se rechazaba la cultura europea como una manifestación colonialista y puramente mimética.
En efecto, al ser vencidos militarmente, los primeros habitantes de América –es decir, los verdaderos americanos- fueron despojados de sus imperios y posesiones, recibiendo en cambio los beneficios, muy discutibles desde su propio punto de vista, de la cultura occidental en expansión.
Del hecho mismo del descubrimiento había nacido una cultura mestiza, no sólo por la amplia simbiosis de razas a que obligó la ausencia de mujeres en las expediciones españolas, sino por la interpretación mental que la comprensión recíproca exigía.- los españoles debían explicar a los americanos qué era Europa y qué era América a los europeos. Los indios primero y los mestizos después debieron modificar la conciencia que de sí mismos tenían como americanos. La solución a aquella falsa opción entre lo americano y lo europeo consistió en ser ambas cosas, un ser mestizó real o metafóricamente: es decir, el hombre europeo modificado por América y viceversa. Triunfan así en la cultura superior no sólo los aportes de las culturas autóctonas, sino también los de las culturas europeas descubridoras, la fundamental aportación africana que llega a América a través de la esclavitud, y, por último, el refrescamiento de las fuentes universales implícitas en los movimientos inmigratorios del siglo XIX.



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EL PROBLEMA LINGÜÍSTICO



Cultura mestiza por definición histórica, la latinoamericana es resultante de la inserción ibérica inicial en el tronco multiforme de las culturas amerindias, con el posterior agregado del elemento africano y de los aluviones inmigratorios. Un problema esencialmente latinoamericano ha sido (y sigue siendo) encontrar su identidad cultural, situación que refleja la literatura al buscar la apropiación de un lenguaje y la concreción de un contenido en un idioma en cierta medida prestado y dentro de un contexto político no unificado. Ya la colonia se plantea el problema de si utilizar la lengua aborigen o la de los conquistadores. Apenas producida la independencia el problema de la expresión –la “lengua nacional”- se suscita en todo el continente y persiste hasta nuestros días en la producción literaria.
Paralelamente con la preocupación a nivel expresivo surge y se desarrolla la del tema, la del contenido. Surge nuevamente la disyuntiva ¿es más americana la literatura al ocuparse directamente del continente, o puede serlo igualmente sin necesidad de esa referencia?
Examinemos primeramente dos cuestiones previas, como axiomas:
1.            la imposición final de la cultura occidental en América,
2.            la asunción de la lengua europea como medio de expresión literaria.
El primer presupuesto es que lo que se impone es la “cultura occidental”, o sea, el conjunto de valores y pautas traídas por los conquistadores. Ahora bien, ¿de qué manera? El encuentro de culturas sustancialmente diferentes, sin duda el mayor que se registra en la era cristiana, y el más dramático porque un puñado de europeos, gracias a la superioridad técnica que significaban las armas de fuego, la rueda y el caballo, se impuso a cientos de miles de americanos, muchos de ellos organizados en estados poderosos. Al mismo tiempo era la cultura racionalista del Renacimiento la que se ponía en contacto con el universo mágico de los indios.
El segundo presupuesto, derivado de la imposición de la cultura occidental y cristiana en el nuevo mundo, la utilización del castellano-español o portugués, y a lo más del “idioma nacional”, en la “expresión literaria”, conduce a plantear el problema de la autonomía de las letras latinoamericanas. ¿Hasta dónde no se trata sino de prolongaciones de la literatura metropolitana?¿Hasta qué punto la latinoamericana existe como una totalidad independiente? La duda surge, primero porque nuestra literatura se expresa en una lengua que se define como ESPAÑOLA, término que reviste un contexto histórico-político indudable. Además se agrava porque carecemos de un soporte nacional que sí tiene la literatura española. Cuando leemos a Darío, a Asturias, lo hacemos aparentemente con los mismos puntos de referencia que cuando leemos a Cervantes, Machado. Sin embargo hay una diferencia representada por la comodidad con que el español se maneja en su lengua y la lucha del hispanoamericano por su expresión. Para resolver el dilema los críticos han apelado al contenido (nuestra realidad) o al factor lingüístico (nuestra expresión).
Estos elementos entran en juego para definir la autonomía. Mariano Morínigo lo demuestra al decir que “la lengua española es el elemento común de ambas literaturas. No existe una lengua hispanoamericana, que, como sistema, funcione distintamente de la española. Cervantes y Darío escriben un mismo sistema de lengua, la que por prioridad se llama española. Pero este es el nombre de la lengua, no la lengua misma. En rigor el sistema no tiene nombre, pero como no funciona en abstracto sino para designar concretamente un mudo, el nombre de la lengua es, primero, convención justificada y luego arraigada”. De los cual se concluye que el sistema, al relacionarse con un universo concreto va matizándose de acuerdo con “la acomodación al mudo que expresa”. De esta manera, ambas lenguas, la peninsular y la americana, son sólo matices del mismo sistema, pero matices que revelan experiencias distintas y autónomas. De ahí viene la diversidad de ambas literaturas, unidas por el sistema común y separadas por el matiz, reflejo de universos históricos diferentes. Esta experiencia en el espacio y en el tiempo es el contenido, el matiz, la expresión del mismo.
Ya el problema lingüístico se plantea durante el coloniaje como una cuestión de política cultural de la corona española en América.
Sin ninguna duda, la implantación del castellano –la suplantación de las lenguas aborígenes- significaba para España un aspecto importante en el proceso de la dominación y una de las bases de la unidad en sus colonias. La tarea de España no se extendía solamente a la colonización, sino que se extendía a la cristianización. En consecuencia, los reyes se preocuparon muy especialmente en este cometido. Así, se pusieron de manifiesto dos actitudes: la primera fue asumida por Carlos V al recomendar, con criterio práctico, que los doctrineros aprendiesen la lengua de los indios para ejercer sus funciones en América. Con matices, es la actitud de Felipe II que se mostró contrario a la suplantación lingüística violenta. Siguiendo esta política, los misioneros se preocuparon por el aprendizaje de las “lenguas generales”·, es decir, aquellas que de alguna manera servían de vehículo expresivo en una vasta región. Los encargados de esta conversión fueron los jesuitas, quienes a partir del siglo XVII invadieron con sus catequesis los cuatro puntos cardinales del continente. La experiencia más interesante fue realizada en las misiones del Paraguay. Imponiendo el guaraní como lengua única los jesuitas ayudaron a mantener vivo el idioma de los indios, que hoy sobrevive en el país, constituyendo el único caso de bilingüismo en Hispanoamérica.
El aprendizaje de la lengua con fines de catequesis era el instrumento más eficaz de la penetración político-cultural. Por eso la literatura que se difundía en las lenguas aborígenes era eminentemente religiosa-cristiana por su contenido (sermones, catecismos, vida de santos…). No interesaban las tradiciones auténticas de los indios, pues se trataba de reemplazar las “supersticiones” indígenas por los principios de la religión verdadera. En consecuencia, los misioneros se cuidaron de reproducir o transcribir los mitos americanos. La literatura aborigen se perdió –que era en gran parte religiosa- y lo que se pudo conservar fue gracias a la tradición oral. Las necesidades de una estrategia de evangelización conducen a una opción táctica lingüística cuyos resultados son ambivalentes: permanencia de un elemento cultural tan importante como es la lengua y, al mismo tiempo, debilitamiento de la visión del mundo tradicional indígena.
Después de la expulsión de los jesuitas (1767) la cédula Real de Carlos III ordena “que se extingan los diferentes idiomas que se usan en los mismos dominios y sólo se hable el castellano”. De todas maneras, aunque el idioma se impuso, medidas meramente políticas, como la adoptada por Carlos III, no consiguieron detener el proceso de americanización del castellano en el nuevo continente, es decir, la impregnación sufrida por el idioma del conquistador en lo que se refiere a términos, fonemas, construcciones gramaticales, giros, esquemas morfológicos, proceso que venía realizándose desde los orígenes del contacto cultural.






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EL PROBLEMA TEMÁTICO



La literatura es, sobre todo, lengua. Es la razón por la cual se busca la definición de su autonomía esencialmente por el lado de la palabra. Así lo comprendieron los escritores latinoamericanos desde los albores de la independencia. En la trayectoria del lenguaje mestizo, híbrido mulato, atravesado, roto, para volver a obtener su fuerza original, su fuerza comunicativa, se puede ver el resultado del crisol cultural que es América Latina. Su literatura es un testimonio fehaciente de ello. La temática se convierte en clave de la definición de lo americano y, como se verá, en programa de emancipación literaria.
Los primeros en descubrir la realidad del nuevo continente fueron los mismos conquistadores. Durante la colonia se dan casos particulares en los que el europeo exalta las virtudes de la naturaleza y de los aborígenes, mientras el nativo americano se muestra adverso a todo lo que atañe a su propio continente. En el terreno de las letras, la exaltación de lo europeo era el precio pagado por los que no estaban seguros de sus orígenes y querían disimularlos. Gran parte de la literatura colonial, por ejemplo, está dominada por el auge del barroco, estilo cuyo retorcimiento expresivo y poder de transmutación metafísica, permitió a escritores criollos o mestizos expresar sus sentimientos en forma indirecta, tortuosa, a veces. El que menos los oculta es el Inca Garcilaso, el más directo en las alusiones, en las que no esconde su admiración por la civilización sojuzgada de sus antepasados indios. Sin duda los “Comentarios Reales” representan un momento capital en lo que concierne al contenido americano en la literatura colonial. Puede decirse que Garcilaso funda el criterio de creación estética con el tema del nuevo mundo; es el primer intento de valorización de la cultura indígena.
Durante la independencia el tema sigue siendo la naturaleza americana. Pero existe una diferencia, la descripción se carga de intención, pues a una nueva realidad política debe corresponder una literatura diferente.
El programa de los románticos –literatura de tema y contenido americanos- es una búsqueda de la identidad continental, con un sentido de futuro y una concepción totalizadora de América Latina. En este sentido el costumbrismo, el regionalismo, con su exaltación de las particularidades locales, contrasta con la posición universalista de los antecesores.
El modernismo hispanoamericano, que tanta importancia acordó al nivel expresivo, nada aportó a la cuestión temática; su afán cosmopolita lo condujo a eludir sistemáticamente, el medio circundante. Esta posición se explica dentro de la ideología de la época, es el momento en que surgen los grandes centros urbanos y en que la economía latinoamericana entre en el circuito de los mercados internacionales. El comercio se universaliza y las oligarquías se vuelven cosmopolitas, como la literatura que produce el período.
El programa de “independencia literaria” de los románticos tiene perfecta continuidad en la posición de los escritores en la segunda década del siglo XX, es decir a partir de la novela de la Revolución mexicana (1916). Hubo acontecimientos eminentemente políticos que marcaron de manera profunda las obras de ese período, determinando el interés principal de los autores por los temas sociales y, especialmente de la naturaleza –y su transformación- como base de la identidad latinoamericana, se ponen de manifiesto los males sociales que era necesario remediar –o por lo menos denunciar- así como la condición de la explotación.
Una cantidad de esta narrativa –“novela de la tierra”- tiene, sin embargo, una línea casi idéntica a la del siglo XIX: admiración ante la naturaleza bravía, el enfrentamiento del hombre con la fuerza arrolladora del medio físico (Gallegos, Arguedas, Quiroga…). En todo caso, la mayor parte de esa literatura es decididamente política, denunciadora, reinvidicatoria.
Dentro de la corriente social hay que destacar la tendencia indigenista, que concierne a nuestro tema de manera especial. La diferencia que la separa de la posición idealizante romántica de los indianistas, es el enfoque que proyecta sobre los problemas reales del indio, como elemento marginado en una sociedad clasista. Los autores que ponen de manifiesto las pautas de la cultura indígena mediante una valorización de la vigencia propia que tienen las coordenadas de esa civilización son Asturias, Arguedas…
En síntesis, la búsqueda de la identidad literaria mediante el cultivo de una novela social y comprometida, representa una etapa importante en el proceso de identificación de la realidad social misma.
Con los escritores que comienzan a publicar hacia 1945 consideramos el aspecto contenido. Los actuales escritores latinoamericanos están realizando una síntesis aprovechando los aportes culturales múltiples, las tensiones resultantes de esos encuentros conflictivos, las experiencias anteriores con una voluntad de profundización y experimentación. Si estos escritores renuncian a la descripción lineal, superficial del medio sociocultural, a la intención ética explícita, es para abordar en sumador diversidad y complejidad, en la discontinuidad problemática; contradictoria que reviste, el contorno socio histórico de un continente subdesarrollado que oscila entre dos polos antagónicos: la revolución y la independencia total. Por eso, la realidad que se trasluce en las obras actuales es mítica, lúdica, alegórica, legendaria o simplemente cotidiana. O como dice Cortázar: “la auténtica realidad es mucho más que el contexto socio histórico y político, … un dentista peruano y toda la población de Latinoamérica…, cada hombre y los hombres, el h9ombre agonista, el hombre de la espiral histórica, el homo sapiens, y el homo faber y el homo ludens, el erotismo y la responsabilidad social, el trabajo fecundo y el ocio fecundo, y por eso una literatura que merezca su nombre es aquella que incide en el hombre desde todos los ángulos, que lo exalta, lo cambia, lo justifica, lo saca de sus casillas, lo hace más realidad, más hombre…” y afirmando que la literatura puede no tener “un contenido explícito” agrega: “la novela revolucionaria no es solamente la que tiene un “contenido” revolucionario, sino la que procura revolucionar la novela, la forma novela”.
El procedimiento aprovecha a menudo los ingredientes culturales de base. Así, la presencia temática subyacente de los símbolos mitológicos indígenas, puede ser detectada en muchas de las obras actuales. No en forma directa, sino a la transformación literaria, a la adaptación contemporánea del elemento legendario.
Así concebido el tema o acontecimiento puede ser considerado a justo título como un elemento definitorio de la identidad latinoamericana en la literatura, porque es el resultado de las aportaciones culturales más diversas, resultado siempre abierto a nuevas contribuciones.
La búsqueda es tanto más válida si se considera que esa concepción se manifiesta mediante una expresión formada en el sistema de la lengua patrimonial por las infinitas desgarraduras de los nuevos brotes en el viejo tronco español. En ambos casos –lengua y contenido- se comprueba que el proceso comienza como una afirmación nacional, a la que sigue una etapa de emulación; finalmente se tiende a encontrar una fórmula original, una síntesis entre los propios elementos y los de afuera.
Si el continente mestizo es síntesis, su literatura es síntesis de América mestiza.



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Resumen de:

     ¿Qué es América Latina?
Apuntes de:”América Latina en su literatura”
C. Fernández Moereno- Edit. Siglo XXI

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